miércoles, 30 de diciembre de 2015

En positivo

Como adelanté en la última entrada, esta va a ser lo opuesto a aquella. Hablaré de palabras con las que nos suele gustar que nos describan, sustantivos o adjetivos con los que nos agrada que nos asocien. Casi siempre tienen connotaciones positivas. En fechas como estas se suelen oír más a menudo.

- Confianza. En general a todos nos alegra que los demás confíen en nosotros, ser considerados personas de confianza. Una amistad sincera, un lazo familiar estrecho, un buen ambiente laboral requieren al menos cierto grado de confianza. Y sin ella no puede haber relación de pareja. La desconfianza es un paso hacia el rechazo.

- Empatía. Es, como la define el DRAE, la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos. O sea, la facultad de ponerse en el lugar del otro, de meterse en su piel. Frente a la deshumanización y al trato impersonal, la empatía nos acerca incluso a los desconocidos que vemos sufrir o disfrutar a través de la televisión.

- Amabilidad. Algo tan valorado que se pone como requisito para desempeñar trabajos de cara al público. Aunque no a todo el mundo le preocupa ser considerado amable, lo cierto es que nos gusta que nos traten con amabilidad. Es una cualidad contagiosa: tendemos a utilizarla más con quien la usa con nosotros.

- Cordialidad. Un paso más allá de la amabilidad. La cordialidad nos hace sentirnos mejor acogidos y más valorados. Ser calificados de cordiales viene a decir que los demás se encuentran a gusto en nuestra compañía. Y si se nos atribuye ser cálidos y acogedores, mejor todavía.

- Comprensión. Es lo que siempre buscamos en los otros. La empatía, cuando se tiene, es un sentimiento espontáneo pero la comprensión es consciente y a veces fruto de un esfuerzo mental. Comprender implica entendimiento, independientemente de que se justifique o apruebe lo entendido.

- Respeto. Lo esperamos de los demás y procuramos mantenerlo por ellos (lo aplico a las personas, puesto que las ideas no siempre son respetables). En general pensamos que si nos consideran respetuosos nos verán merecedores de respeto.

En cambio bondad, sinceridad, generosidad, capacidad... tiene todas un lado negativo. Si nos dicen que somos demasiado buenos nos están llamando tontos; si demasiado sinceros, nos están criticando por nuestra desconsideración. De alguien demasiado generoso se dice que es un manirroto. En cuanto a ser capaz, depende mucho de lo que venga a continuación: capaz ¿de qué?

lunes, 7 de diciembre de 2015

En negativo

Hay palabras con las que no nos suele gustar que nos definan o nos relacionen, términos que nos suele molestar que nos apliquen. Son vocablos que difícilmente se pueden interpretar de forma positiva. Y muchos de ellos se oyen en las campañas electorales.

- Traición. Cualquiera que haya traicionado a un amigo, a una pareja, a sus votantes... se hace de inmediato acreedor a la desconfianza. Dejar a alguien tirado, incumplir lo prometido, dar una puñalada por la espalda, engañar, abusar de la buena fe... todo esto nos viene a la mente cuando hablamos de traidores.

- Engaño. Con connotaciones más suaves que traición. El DRAE lo define como "Falta de verdad en lo que se dice, hace, cree, piensa o discurre", lo cual incluye el autoengaño (palabra que ese diccionario no recoge).Ya engañe a otro o a sí mismo, el protagonista no queda en buen lugar. Lo mismo ocurre con mentira.

- Discriminación. Condenamos el hecho de dar un trato desigual a las personas cuando se hace motivos que consideramos inaceptables, mientras que lo admitimos e incluso aplaudimos si el fin es eliminar una desigualdad (entonces lo llamamos discriminación positiva).  La ideología es, junto con el momento y el entorno, lo que determina el rechazo de las justificaciones

- Irracionalidad. Aunque buena parte de nuestros actos no surgen de la reflexión consciente, a nadie le gusta que lo tilden de irracional o que lo acusen de actuar irracionalmente. La capacidad de razonar es una de las características que nos definen como humanos.

- Crueldad. Aunque se asocia con inhumano, la crueldad es tan humana como la bondad. La insensibilidad y la falta de compasión tienen poca aceptación en un mundo que valora la solidaridad y la empatía. Otro tanto se podría decir del egoísmo.

- Incultura. Cada cual considera inculto a quien no sabe lo que, según él, debería saber todo el mundo. Ese saber imprescindible, por tanto, suele ser subjetivo. Por eso yo, de las acepciones de cultura que recoge el DRAE, tengo más simpatía por la segunda: "Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico". Para tener juicio crítico previamente hay que tener elementos de juicio, es decir, informarse. Algo muy necesario en un mundo en que tanta gente tiene opiniones sobre lo que desconoce.


La siguiente entrada hablará de lo opuesto, de palabras de significado o connotaciones positivos.

martes, 17 de noviembre de 2015

Mejor si nos lo cuentan

Acabo de rellenar la encuesta de satisfacción de la compañía aérea con la que viajé el pasado fin de semana. Aparte de las valoraciones numéricas (0 muy mal, 10 muy bien), había un espacio por si querías comentarle algo al personal de tierra o a la tripulación.

Yo esta vez sí quería y os diré por qué: como este blog va de palabras, os contaré lo que se habló en los dos trayectos que hice.

En el de ida el comandante, además de informar de a qué altitud y velocidad volaríamos, como hacen muchos, añadió las horas de vuelo que sumaban entre él y el copiloto, la cantidad de combustible que íbamos a consumir y algún dato más. Por el camino nos avisó en un momento dado de que debajo podíamos ver el Lago de Sanabria. Cuando aterrizamos con diez minutos de antelación respecto al horario previsto y nos quedamos parados, el piloto volvió a abrir el micro para explicar que no podía aparcar porque, claro, el avión anterior no había salido aún.

El comandante del vuelo de vuelta no llegó a ese despliegue comunicativo pero fue más desenfadado. Nos informó de que en la ciudad de destino (Madrid) hacía los mismos agradables 18 grados que en la de salida (Coruña) "solo que sin la playa de Riazor". Comentó que la duración prevista del vuelo era una hora y cinco minutos "pero vamos a ver si podemos limar esos cinco minutillos, por aquello del redondeo".

A veces, si el viaje es de día, los pilotos anuncian qué lugares van a sobrevolar (los Alpes, el estrecho de Gibraltar...) o bien indican algo digno de verse cuando están pasando por encima. En ocasiones recuerdan la bajísima temperatura exterior. En cualquier caso, cuando estás a bordo agradeces que conecten la megafonía para algo más que para anunciar el servicio de catering.

La información que he mencionado no es estrictamente necesaria para el pasajero. Pero le hace más cercana la figura del comandante y le recuerda que al mando de la máquina va un ser humano. Por eso he hecho un comentario favorable en la encuesta.

Sin embargo es mucho más frecuente la postura contraria, la de informar lo justito, a veces incluso menos. No pocas veces me he encontrado en el interior del avión todavía en tierra mucho después de la hora prevista de despegue sin que nadie dé una explicación del retraso. Por eso me sorprendió cuando un día en Bruselas el piloto la dio, y detallada. Nos informó de un problema eléctrico -no en el avión, aclaró, sino en la terminal- que impedía separar la nave. Recalcó que no estaba en sus manos acelerar la reparación e insistió en que no había ningún peligro. La comunicación, digo, me sorprendió por lo inhabitual cuando debería ser lo normal. No son pocas las personas que tienen miedo a volar. El desconocimiento, la desinformación, agravan ese temor. Si ocurre algo, explíquenmelo. Y si no, también. Hay muchos datos interesantes que el pasajero medio desconoce. Volar será más agradable si nos los cuentan.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Por así decirlo

La forma de decir las cosas llega a ser tan personal como para identificar por sus expresiones características a aquellos con quienes convives, trabajas o intercambias correos. Metáforas, jerga profesional, frases de películas, palabras mal dichas o mal utilizadas, asociaciones, expresiones escuchadas a un padre o una abuela...

Esta semana me he fijado mucho en algunas frases que relaciono con personas concretas, como esa con la que saluda a menudo por las mañanas un amigo con quien comparto gustos que muchos llamaréis frikis: "Forth Eorlingas!" Si no habéis leído El señor de los anillos no os dirá nada. A mí me levanta el ánimo.

Una compañera de trabajo tiene una forma delicada de decir una grosería muy habitual. La sustituye por sus siglas: ATPC. La suele utilizar para mostrar su hartazgo de algo. Ayer se la oí en otro contexto que me hizo reír. Grabábamos el programa (de televisión) de esta semana y no se hace en el orden en que se emitirá porque luego se edita. Así que, cuando el realizador le indicó el plano para saludo y despedida, ella comentó: "Vale, o sea que ahora hacemos el hola y el ATPC".

Hay películas que han dejado huella en el lenguaje de miles de españoles. A una amiga mía le he oído y leído unas cuantas veces esa frase de la grandiosa Amanece que no es poco: "todos somos contingentes pero tú eres necesario". Y los no menos grandiosos Les Luthiers han dejado centenares de expresiones. En más de una ocasión he visto poner fin a una conversación que había tomado derroteros absurdos con la exclamación: "¡La vaca!". Y en mi familia hemos adoptado el "A mí me es inverosímil" de esa otra, La gran familia de Fernando Palacios.

De una canción que cantaba mi madre, el famoso tanguillo gaditano de los Duros antiguos, aprendí a llamar "patio de las malvas" a los cementerios. Lo de "criar malvas" lo conoce mucha gente pero lo del patio es bastante más local.

Metáforas menos fúnebres y más gastadas se oyen cuando la gente no quiere decir la palabra "cáncer", tan a menudo sustituida por "una larga enfermedad" en los medios de comunicación. Un amigo gallego me sorprendió llamándolo "nécora" y la sorpresa le quitó tristeza a la conversación.

Terminaré con otra metáfora que me arrancó una gran sonrisa hace poco. Hay que ser uno de los dos protagonistas para apreciar que alguien diga que le gustaría compartir los cajones del armario y el gel de baño contigo. Es una de esas frases que asociaré para siempre con quien me la dedicó.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Entretejiendo

El conocimiento acumulado por el ser humano a lo largo de su historia ha llegado a ser tan amplio y diverso que desde hace mucho tiempo ya no podemos aspirar a un saber enciclopédico, universal. La curiosidad nos llevará a interesarnos por más o menos ámbitos, a especializarnos en algún campo y, en el mejor de los casos, a lograr en él avances que sumen sabiduría nueva y la pongan a disposición de los demás.

Hay personas empeñadas en divulgar el conocimiento. Algunas son capaces de dar en solo diez minutos auténticas clases magistrales comprensibles para cualquier inteligencia media. Un amplio grupo de ellas lo ha hecho estos últimos días en Bilbao (buscad "Naukas 2015" si tenéis curiosidad). Es cierto que en alguna de las decenas de disciplinas allí tratadas conocer la terminología llegaba a ser imprescindible para entender la charla: no se puede vulgarizar el conocimiento puntero hasta hacerlo parecer irrelevante de tan sencillo.

Pero en el tiempo libre llegaba la parte verdaderamente "vulgar", la que se desarrollaba en lenguaje coloquial y tono relajado. Porque tanto los divulgadores como el público asistente (en el que me encontraba) somos personas de intereses afines. Y en esos casos, escuchar y hablar es uno de los mayores placeres.

En mi caso, además, se suma ese defecto del periodista consistente en creerse con derecho a abordar a cualquiera y hacerle preguntas. De modo que no solo conversé con mis conocidos sino con todo el que se me puso a tiro.

Han sido días en que las palabras han dado cohesión a ese sector heterogéneo de la sociedad interesado en conocer la ciencia, aprender sobre ella y transmitirla a los demás. Centenares de miles de palabras entretejiendo el soporte para que un sólido bloque de seres humanos confiemos en que en el futuro el conocimiento nos seguirá haciendo mejores como especie.

Y, como corresponde a personas que se aprecian mutuamente, las miradas, las sonrisas, los abrazos y los besos han dicho lo que el lenguaje oral se ha podido dejar en el tintero.

jueves, 13 de agosto de 2015

¿Qué palabras?

Cuando elegí el título de este blog quise destacar la importancia de las palabras que decimos o escribimos. No son todo lo que somos pero a menudo sí son todo lo que ven de nosotros quienes, sin conocernos personalmente, leen nuestras publicaciones en medios, en blogs, en redes sociales... y a través de ellas nos juzgan, nos valoran o creen comprendernos.

Hoy en día es habitual que alguien nos busque en las redes, vea de qué hablamos, por qué nos interesamos, cuáles son nuestras opiniones. Quizá, si es alguien que nos conoció en el pasado, para averiguar qué ha sido de nosotros y considerar si quiere recuperar el contacto. O si es alguien que solo tiene referencias nuestras por terceros, para decidir si le interesa establecer contacto virtual. O quizá solo por mera curiosidad. Internet facilita el observar discretamente, el ver sin ser visto, el obtener información sin darla.

Pero, ¿cuánto leen, hasta cuándo se remontan, adónde llega su curiosidad? No somos seres homogéneos ni lineales. En cierta época podemos hablar mucho de trabajo; en otras, de política, de relaciones personales, de proyectos... La felicidad puede hacernos más comunicativos por el deseo de compartirla o sumirnos en el silencio de quien se concentra en disfrutar. El dolor llevará a unos a desahogarse y a otros a hundirse y aislarse. Nuestras palabras de cada momento serían piezas del rompecabezas que todos somos. Quien mire unas pocas tal vez solo vea un cielo azul, o la sombra oscura de una montaña, el muro de una casa... nunca la imagen completa.

Nadie escribe un tuit, un comentario a una foto o una entrada en su blog pensando que deba definirle. La larga y compleja historia que compone a cada ser humano no puede entenderse leyendo solo la última frase. Es cierto que algún párrafo dicho en algún momento puede ser el mejor compendio, el retrato más fiel. Pero solo quien nos conozca bien sabrá elegirlo de forma certera.

jueves, 30 de julio de 2015

Clasificaciones

Mi padre era una de esas personas, cómo diría, de ciclo corto: cuando algo le alteraba, llegaba rápidamente a un punto crítico, estallaba y no tardaba en volver a la normalidad. Yo soy más bien todo lo contrario, de ciclos largos. Cuesta llevarme al límite pero, una vez allí, regresar me resulta difícil y necesito tiempo, paciencia, distancia.

De niña, si mi padre se enfadaba y me gritaba palabras duras, yo corría a mi cuarto a llorar. Cuando al poco rato venía a consolarme, aquello me descolocaba tanto que no aguantaba su cariño. No entendía que la persona de frases iracundas pudiera ser la misma que la de las afectuosas sin un largo proceso de por medio. Con el tiempo, cuando comprendí cómo era yo, asumí que simplemente éramos muy distintos. Y le quise como era.

De ciclos cortos o largos. Una forma de clasificar a la gente como otra cualquiera. Hay definiciones que quizá aplicaríais a unos y otros: ofensivos o agresivos y rencorosos o vengativos. No estoy de acuerdo, al menos con la parte que me toca. No sé si llamar agresivo a quien no controla sus reacciones. Pero definitivamente no llamaría a nadie rencoroso por tardar en superar el dolor. Ni vengativo si no guarda cuentas pendientes ni se esfuerza en mantener abiertas las heridas. Tampoco le calificaría de hipócrita si es incapaz de fingir y prefiere esconderse para que nadie le vea llorar.

Otra división se podría hacer entre los que susurran y los que gritan. Y no me refiero solo al volumen de la voz sino a las palabras que se dicen. Se puede hacer daño con un susurro, con algo que solo entenderá su destinatario. No sé si eso es peor que desahogar tu odio contra alguien diciéndole a las claras algo hiriente, como que desearías que nunca hubiera existido.

Escribí una vez en este blog que unos somos de piel fina y otros de piel gruesa, metafóricamente hablando. Otra clasificación. Tal vez el grosor de la piel dependa del arma que se lance contra ella. He soportado broncas, desplantes y palabras en voz demasiado alta sin sentirme ofendida. Y hay quien con una sola bofetada verbal ha hecho hundirse el mundo bajo mis pies.

(Por si os interesa, no me considero rencorosa. Tiendo a olvidar lo desagradable, aunque antes le dé vueltas durante lo que algunos considerarían una eternidad. Soy de digestiones lentas y eso cuenta también para las palabras que me llenan de pena.)

miércoles, 15 de julio de 2015

La diferencia

Os confesaré que más de una vez me siento ante el teclado sin una idea clara de lo que quiero decir. Las palabras no son el problema, sino lo que quiero que os lleven.

Hay palabras que, dichas en según qué frase, en según qué circunstancias, marcan la diferencia entre el día y la noche, entre la sonrisa y la lágrima, entre hundirse y salir a flote.

Hay palabras capaces de aliviar nuestra sensación de impotencia cuando un ser querido está atravesando momentos difíciles sin que podamos ayudarle, sea por falta de conocimientos, de habilidades, de dinero, por la distancia que nos separa...

Y hay palabras torpes cuyo propósito se pierde aplastado por la incompetencia de quien las escoge, las ordena y las emite.

Hay palabras que en sí mismas son consuelo, solidaridad, empatía.

Y hay palabras de las que cuelgan como telarañas la hostilidad, el rechazo, la amargura.

(Donde he dicho palabras debería añadir ausencia de palabras. El silencio también tiene a veces ese poder.)

La diferencia de resultados la marcan a medias quien las dice y quien las escucha, quien las escribe y quien las lee. Esto ya lo he comentado alguna vez: por mucho cuidado que pongamos en dar forma a nuestros pensamientos, esa forma nunca es inmutable y tras el proceso de desintegración que ha de llevarlos hasta su destino corren el peligro de que el receptor no tenga la capacidad de reintegrarlos.

Me ocurre una vez, y otra, y otra... Aun así, no dejaré de intentarlo.

miércoles, 24 de junio de 2015

¿Para qué?

No soy muy de preguntarme por el sentido de la vida. Eso encaja más bien con personas religiosas o, como a muchas les gusta definirse, "espirituales". Pero sí me planteo el sentido de lo que hago, de lo que digo, de lo que quiero.

Todavía era una niña cuando pensé por primera vez que me gustaría ser periodista, aunque sin elaborar argumentos siquiera para mí misma. Mucho más tarde, un par de años antes de ir a la universidad, me llevó a razonármelo una profesora de literatura al decir en clase que Azorín no era muy buen novelista porque había sido periodista y eso le había dejado el "vicio" de las frases cortas y la claridad expositiva.

Dejando aparte la opinión que me merece esa crítica, reconozco que entonces me alarmó un poco porque en aquel momento fui consciente de que mi principal motivo para optar por el periodismo era que en esa profesión se escribía y a mí me apasionaba escribir. ¿Me iban a arruinar el estilo, a incapacitarme para redactar otra cosa que noticias?

En cuanto empecé a ejercer la profesión no tardé en descubrir que en realidad mi pasión es narrar lo que sucede, explicar las cosas a quien no las conoce. En otras palabras: informar. La información es esencial para ser persona, para ser ciudadano y para ser útil. Lo he creído desde el principio. Sin información somos más vulnerables, más fáciles de engañar, de manipular, de dirigir; somos menos autónomos, aportamos menos a la sociedad y nuestra opinión es menos valiosa.

Leía esta mañana esta columna de una periodista argentina. Se me quedaron los ojos clavados en la frase "¿Usted hace periodismo para salvar el mundo?". Yo no creo haber salvado nada ni a nadie escribiendo. De hecho, algunas de las cosas que he escrito han producido dolor a alguien, en privado, cierto, pero lo han hecho. Pero en mi faceta pública sé que el periodismo me ha obligado a esforzarme por entender el mundo porque quería hacérselo entender a otros. Y con ciertas noticias, sobre todo las de divulgación científica, he despertado alguna curiosidad, incluso alguna vocación.

Es posible que, de haber nacido en esta época de fácil libertad para expresarse por medio de un blog o de lanzar titulares a través de Twitter, no hubiera sentido la necesidad de hacerme periodista. En resumidas cuentas, ¿para qué lo soy? Para que mi impulso egoísta de contar cosas reciba un calificativo más honroso (por desprestigiado que esté hoy el periodismo) que el de chafardera. Y para que la circunstancia de ganarme la vida con ello me sirva como excusa para seguir haciéndolo.

domingo, 21 de junio de 2015

Asociar

Para cada uno de nosotros hay montones de palabras, digamos, neutras y otras que llevan atado para siempre un recuerdo: una sensación, una imagen, un olor... A nuestra memoria le gusta asociar.

Pensad un poco y aparecerán decenas. Apelativos con los cuales os identificó un ser amado. Topónimos de lugares donde fuisteis felices. Nombres propios que no os gustan porque la primera persona que conocisteis con él os fue antipática. Expresiones que os irritan porque se las oíais repetir a alguien desagradable.

La palabra "río" fue neutra para mí hasta hace unos años, cuando con una buena amiga recorrí el Tíber desde su nacimiento en el monte Fumaiolo hasta su desembocadura en el mar Tirreno. A lo largo de mi vida he visto infinidad de ríos, he nadado en alguno, he cruzado muchos, he navegado por otros, pero solo al Tevere lo he visto nacer, discurrir y morir y, con el nombre italiano, se ha quedado entrelazado en mi recuerdo con el sustantivo río.

"Bahía", por su parte, lleva asociado "de Cádiz". Hay otras mucho más famosas pero la que me acogió desde niña es esa y hay lazos que no se rompen.

"Laura" es el título de una película de Otto Preminger que me fascinó cuando estaba en la edad de los sueños románticos. A mi hermana le ocurrió lo mismo y cuando supo que estaba embarazada de una niña, ni ella ni yo tuvimos la menor duda de que el único nombre posible era aquel. Y Laura se llama.

Terminaré mencionando algo que me recordaron hace pocos días. Tengo muy buena memoria pero se me había borrado de ella que hubo un tiempo en que alguien me llamaba "princesa". Es uno de esos casos en que la asociación inicial se corrompe y de producir felicidad pasa a provocar dolor. Ojalá haya alguna posibilidad de revertir ese proceso.

sábado, 13 de junio de 2015

Incomprensión

Hay momentos en que lo incomprensible no son las palabras que se dicen sino las que se omiten. Lo que quiero contar ahora también está lleno de omisiones. En este caso solo es para dejar espacio a la imaginación.

El tiempo es continuo pero lo que se mueve sobre sus ruedas tiene principios y finales. A los humanos en general nos gusta saber dónde y cuándo empiezan las historias, si se han transformado en otras distintas, si murieron en algún momento. Sin embargo, cuesta definirlo.

Ciertas palabras se consideran de uso común para comenzar y terminar: los saludos, las presentaciones. Otras se hacen necesarias para continuar, para saber que el camino sigue estando ahí cuando nos hemos perdido y que alguien nos acompaña. Otras son imprescindibles para cambiar de rumbo. Y otras, para dar el viaje por terminado. Si habéis indicado a alguien un trayecto, le habéis explicado cómo hacer un trabajo o guiado por un razonamiento complejo, sabréis que cuando faltan las palabras clave no se llega a buen puerto.

No seamos rácanos. Digamos todo lo que haya que decir. Si no, tal vez nos encontremos al borde de un precipicio y no sepamos cómo tender un puente para seguir avanzando.

viernes, 22 de mayo de 2015

Nadie promete nada



Hace mucho tiempo que las campañas electorales, al menos en este país, no sirven para lo que deberían. Los políticos ya no desglosan sus programas, ya no prometen nada (lejos quedó aquel “puedo prometer y prometo” de Suárez). Salvo error garrafal, no se pillan los dedos de palabra; algunos, ni por escrito: ya estáis viendo que se puede hacer campaña y concurrir a las elecciones sin programa electoral. Una campaña parece solo una justificación para que los políticos dispongan de espacio extra en los medios y para que algunos periodistas intenten hacerles decir lo que no quieren decir.

No hay político de cierto nivel que no cuente con asesores de imagen, jefe de campaña, equipo de comunicación… que le aten corto. Tienen instrucciones claras, listados de palabras y expresiones que evitar o que repetir hasta la náusea. ¿Habéis prestado atención a los fragmentos de mítines recogidos por los medios?, ¿a las entrevistas? Hay términos que todos tienen en la boca. Recuperación, regeneración, crecimiento, empleo, sanidad, educación, justicia, igualdad. Otras son patrimonio de quienes no las temen, como corrupción, amiguismo, saqueo o imputados. Son palabras ariete, para arremeter contra el rival peligroso, al igual que expresiones del tipo “si ganan, se acabó la libertad”, “o nosotros o el caos/desastre/hundimiento/crisis/ruina…”

Se distingue fácilmente a los no profesionales, los que llegan a la política después de media vida (o una vida entera) en tareas socialmente más valoradas como la judicatura o la enseñanza. Muchos de ellos, no todos, tienden más a responder a las preguntas de los periodistas que a escaquearse y colocar su discurso; más a presentar sus propuestas que a demonizar al contrario; más al mensaje de trabajo que al del miedo.

En mi ciudad y en mi comunidad autónoma hay de los dos tipos. Resulta curioso escuchar el mismo día entrevistas a unos y a otros. Algunos te parecen personas con quienes sería interesante conversar. No tienen consignas o no están atados a ellas. Da la sensación de que dicen lo que piensan. Y eso, hoy en día, es la mayor incitación a votarles.
 

viernes, 24 de abril de 2015

Percepción social de la ciencia

Ayer se publicó la encuesta bienal de la FECYT sobre la percepción social de la ciencia. Una cuarta parte de los españoles declara no tener interés por la ciencia, y de ellos, casi el 36% da como razón que no la entiende.

Ya he hablado alguna vez de ese "no entender", que empieza a fraguarse desde la infancia. Los conceptos se explican con palabras y es de éstas, y de quienes construyen con ellas las explicaciones, la responsabilidad de hacer comprensible una idea. Hay, es cierto, ideas muy complejas, tan abstractas que no resultan nada "intuitivas" (vocablo de moda). Pero si hay que abandonar momentáneamente los términos precisos de la ciencia o recurrir a metáforas para lograr que alguien vea las cosas claras, debe hacerse. Porque fallando la base, no hay manera de levantar el edificio. De hecho, según la encuesta nada menos que un 47% considera haber recibido una educación mala o muy mala en materias científicas y técnicas, mientras que solo un 10% dice que fue de nivel alto o muy alto y un 41'6% la califica de normal. Normal, esa palabra que para cada uno tiene un significado distinto, ay.

La encuesta, insisto, habla de la "percepción", de subjetividad. Los hablantes usamos las mismas palabras pero nunca se puede estar seguro de si lo hacemos con las mismas connotaciones, ni siquiera con el mismo significado. Como comentaba un buen amigo en su blog, una encuesta de la Unión Europea encontraba grandes diferencias en la consideración de la astrología por parte del ciudadano si se le preguntaba por ella con ese nombre o si se le hablaba de "horóscopos". Más del 40% decían que la astrología era claramente una disciplina científica, cifra que bajaba al 13% cuando el término usado era horóscopo. ¿Por qué? Por la confusión -asombrosa y lamentablemente amplia- entre astrología y astronomía.

Asimismo se confunde la homeopatía con la fitoterapia. Pero este error no se debe, evidentemente, a una similitud de las denominaciones sino a la información sesgada, cuando no intencionadamente confusa, ofrecida por laboratorios homeopáticos y farmacias.

En resumen: si rehuimos palabras que no entendemos, como isótopo; si rechazamos realidades definidas por palabras que nos asustan, como transgénico o química; si confundimos disciplinas por ignorancia, como astronomía y astrología; si aceptamos que una palabra tenga el significado que quieran darle interesadamente, como cuántico... somos candidatos perfectos a que nos engañen y se aprovechen de nosotros. No seamos tan fatuos, no creamos que entendemos lo que en el fondo escapa a nuestra comprensión. Informémonos mejor antes de opinar.


domingo, 5 de abril de 2015

Traducciones (4)

Hubo una masacre hace pocos días en un campus universitario de Kenia. Kenia es un país con cierto peso en la información africana y varias agencias internacionales tienen corresponsales permanentes allí. Rápidamente llegaron imágenes y testimonios de lo ocurrido. Para un periodista los testimonios son valiosos porque ayudan a acercar la noticia al público. Pero cualquier testimonio pierde fuerza si no suena auténtico. Y eso ocurre cuando no está bien traducido.

Escuché la noticia en una emisora de radio. El periodista había traducido y doblado las palabras de un estudiante que presenció el ataque y logró huir. Se oía el principio de la frase en inglés y a partir de ahí, con una entonación desapasionada, estas palabras en español:

"La gente corría arriba y abajo tratando de poner a salvo sus vidas. Adonde íbamos, sonaban los disparos, así que estábamos como locos. Fuimos al terreno de abajo. Nos quedamos en una sala, nos sentamos en el suelo y continuaban los disparos, así que decidimos salir y arriesgarnos a buscar refugio fuera de la escuela."

El error de esta "traducción" es que las frases resultantes no son españolas. La construcción, las expresiones, se mantienen en inglés y solo se cambian las palabras de ese idioma por las del nuestro. Era imposible pensar en ese estudiante como en un ser real que narraba una experiencia terrible. ¿Cómo lo habría contado un español? Quizá así:

"La gente corría de un lado a otro tratando de ponerse a salvo. Pero fuéramos adonde fuéramos se oían disparos, así que estábamos histéricos. Corrimos a la zona de abajo y nos escondimos en una sala. Pero, como seguían los disparos, decidimos arriesgarnos a salir y tratar de escapar del campus."

A fuerza de leer noticias de agencia en otro idioma, hay periodistas a quienes se les olvida que se expresan en español. Pero el público nota la diferencia entre lo que el informador escribe y lo que maltraduce, y quizá se pregunte si de verdad entiende ese otro idioma y si se puede fiar de lo que le cuenta cuando sus únicas referencias están en otra lengua. Podría tener el temor de que el periodista haya entendido algo mal.

No sé hasta que punto sonar naturales a los lectores, espectadores u oyentes es una condición para la credibilidad. Quizá estoy siendo demasiado crítica . Pero el objetivo de una traducción es permitirnos leer u oír en nuestro idioma lo escrito o dicho en otro. No con palabras de nuestro idioma sino en nuestro idioma. Si no lo hacemos bien, se levanta una barrera de incomodidad, tal vez de duda. Y en mi caso, de indignación.

sábado, 28 de marzo de 2015

Sincerarse

Tengo la impresión de que quien escribe un diario, se sincera con un amigo íntimo o habla con un psicólogo sabe más de sí mismo que si no lo hiciera. Lo que somos necesita palabras para mostrarse con claridad. Palabras libres y descarnadas, capaces de describir incluso aquello que nos avergüenza de nosotros mismos.

Recuerdo una conversación a cara descubierta, a calzón quitado o como queráis llamarlo. Un amigo muy querido y yo estábamos una noche en una terraza a pie de playa y, mirándonos a los ojos, supimos transmitirnos uno a otro cómo pensábamos, cómo sentíamos, cómo veíamos el mundo. No pretendía ser una conversación filosófica; estábamos simplemente hablando de nuestras respectivas situaciones vitales. Y salieron palabras que nos definían, que ponían de manifiesto convicciones o criterios de los que quizá no nos sentíamos orgullosos, que tal vez contradecían nuestros principios. Ninguno despreció la visión que dibujaba el otro. Ninguno juzgó con severidad ese fondo oscuro que salió brevemente a relucir.

Así éramos. Más imperfectos de lo que nos gustaría, menos dispuestos a cambiar lo que racionalmente reconocíamos como no deseable pero humanamente aceptábamos como inevitable. No vimos motivo para disfrazar esa realidad. Fue como regalarnos nuestra propia imagen desnuda.

Cuando no sepáis explicaros a vosotros mismos lo que siempre os habéis ocultado, contádselo a quien no vaya a despreciaros por ello. Lo que permanece enterrado termina pudriéndose.

domingo, 22 de febrero de 2015

Niveles

Los periodistas sabemos, en general, para quién escribimos. Dependiendo de dónde publiquemos/emitamos sabemos si el nuestro es un público general, uno interesado en un determinado tema, uno especializado, otros periodistas, clientes de empresas... Adaptamos nuestra forma de contar las cosas, siempre (o así debería ser) manteniendo el rigor y la precisión pero adecuando el nivel de nuestro discurso a los conocimientos del destinatario. No siempre es fácil saber qué conocimientos son esos y a veces no nos ponemos de acuerdo en si tal frase es demasiado simple o si tal otra no se va a entender. Pero, al fin y al cabo, es el receptor quien elige el medio y tú puedes optar por definir el nivel para que sean ellos quienes decidan si se quedan.

Con otro tipo de información las cosas son más complicadas. Me refiero a la que es obligatorio hacer pública porque de su conocimiento depende, por ejemplo, el ejercicio de derechos. El BOE es ejemplo de información pública dirigida en la práctica a usuarios especializados. Vamos, que hay que ser abogado o incluso juez para comprender bien no ya la letra sino las implicaciones de una ley. (Me pregunto hasta qué punto es eso legítimo.)

Acabo de formar parte, por primera vez en mi vida, de una comisión que debía organizar y desarrollar un proceso electoral. Contábamos con un reglamento breve y lleno de lagunas como base, así como con los conocimientos legales de algunos miembros de la comisión. Hemos debatido en qué términos redactar, para no dejar lugar a dudas, los plazos y exigencias para las distintas reclamaciones, las instrucciones para el voto por correo, la fecha, lugares y normas para el voto presencial, los datos que debían incluirse en las actas de escrutinio...

Me costaba creer la cantidad de preguntas, errores e irregularidades que se iban produciendo; morderme la lengua para responder con educación y no llamar gilipollas a nadie; comprobar por enésima vez si cabía otra interpretación a lo escrito; asegurarme de que la información se había publicado, se había publicitado y había llegado a todos los lugares donde debía.

Y no he tenido más remedio que concluir que, hagamos lo que hagamos los seres humanos, nunca tenemos garantizada una vía de comunicación infalible con nuestros semejantes. Una parte de ellos optará por hacer caso omiso a los mensajes: no los leerá siquiera. Otra parte los leerá pero no procesará adecuadamente la información, quizá por no desplazar otra previa (errores, prejuicios, sesgos) que ya estaba en su cerebro. Otra parte decidirá que puede desentenderse de ella y actuar según su propio criterio, que puede ser sensato y lógico pero no es el legalmente aceptado. Y otra parte hará algo incorrecto por despiste, confusión o precipitación.

Personalmente ha sido una experiencia muy educativa. No digo que en adelante vaya a tratar como a tontos a un mayor número de personas, pero desconfiaré más de mi capacidad de comunicación y, sobre todo, rebajaré mentalmente ese nivel medio del público en general que daba por supuesto.

domingo, 15 de febrero de 2015

Créeme

Hay momentos en que una es más consciente de la enorme presión que recibimos para creer lo que nos dicen los demás. Tanta presión que debería alertarnos, o quizá es que yo me he ido volviendo incrédula a base de palos.

Estamos en pre-precampaña electoral. No ahora, siempre. Los partidos tienen en mente en todo momento un proceso electoral u otro. En su cortoplacismo, nos avasallan con afirmaciones dirigidas a ganarse nuestro voto. "Los datos están ahí", "eso es evidente", "no lo digo yo, lo dice la Unión Europea" (o el BCE o la OCDE o el FMI o...), "como todo el mundo sabe...", "créanme si les digo..." Y con promesas, la mayoría igual de poco creíbles que sus aseveraciones.

Cualquiera que se informe por más de un medio de comunicación sabe de sobra que la realidad es interpretable o, por usar la expresión clásica, que todo es según el color del cristal con que se mire. Los datos se pueden presentar desde una perspectiva u otra según lo que nos quieran mostrar, y las verdades a medias son mentiras. En cuanto a las estadísticas, dejando aparte que demasiada gente (periodistas incluidos) no sabe interpretarlas, hay una frase humorística que las define como "el arte de retorcer los números hasta que digan lo que uno quiere". Por no hablar de los gráficos manipulados para mostrar equivalencias, proporciones o diferencias absolutamente falsas. Y hay auténticos expertos en engañar sin pillarse los dedos, por ejemplo dando a entender cosas sin llegar a decirlas expresamente (a un periodista que conozco, ahora editor de un Telediario, le eché en cara una vez que daba paso a noticias grabadas como si fueran directos, y me respondió: si te fijas, nunca digo que sean directos).

Acabo de leer un libro interesantísimo en el que se repite hasta la saciedad que si una "medicina alternativa", una terapia o quien te la quiere vender parecen demasiado buenos, hay que desconfiar. Si algo es efectivo, pronto se sabe. En cambio, por muchas curas milagrosas que se publiciten prometiendo acabar con el cáncer u otras enfermedades, la gente se sigue muriendo de ellas. Pues nada, la clientela de los charlatanes no disminuye, lo cual demuestra que la credulidad de la gente es infinita y el número de desaprensivos casi también.

Pero si algo me ha indignado estos días es el cinismo de algunas personas que te cuentan mentiras descaradas aun sabiendo que sabes la verdad. Lo están haciendo directivos de mi empresa. Sus maniobras para tomar el control de lo que legalmente no tienen derecho a controlar están encontrando oposición entre los trabajadores afectados. Su táctica es justificarse con datos falsos pero, en el colmo de la indignidad, no se limitan a hacerlo de puertas para afuera sino que nos envían un correo interno a los empleados repitiendo las mismas falsedades (rematadas con una sutil amenaza).

Una ya ha leído y escuchado todas las mentiras clásicas: yo jamás he dicho eso, te juro que es verdad, me acuerdo perfectamente, lo he visto con mis propios ojos, mañana lo termino, ahora mismo iba a llamarte, confía en mí, nunca me lo perdonaría, eres la persona más importante de mi vida, no querría perderte por nada del mundo, esto lo hago por tu bien, no tenía otra opción, siempre puedes contar conmigo, nunca te he mentido, te conozco perfectamente...

¿Cuál me cabrea más? No sabría hacer un ranking. Quizá no dependa de la mentira en sí sino del grado de confianza que habías llegado a tener con quien te engaña. Y de las malditas palabras que usa para hacerlo.

domingo, 1 de febrero de 2015

Pertenencia

Hace unos años una compañera de trabajo me criticaba por no compartir su militancia feminista. No por no compartir muchas de sus ideas, sino por no dedicar mi tiempo y esfuerzo a defenderlas. "Cada una tiene sus batallas", le repliqué, "y las mías son otras que quizá a ti te parezcan menos importantes, pero alguien tiene que librarlas".

Mis causas tienen menos fama, sin duda menos apoyos, pero son aquellas en las que creo. Y no me refiero a fe ciega sino a un convencimiento personal fruto de la reflexión y la experiencia. Muchas no he empezado a defenderlas hasta hace relativamente poco tiempo. Para pelear por algo más vale estar informado y sentirse seguro, porque toda causa tiene sus oponentes y a veces poseen más fuerza o más obstinación que tú, aunque -según tu punto de vista- no más razón.

Una de mis batallas, como sabéis si seguís este blog, es el conocimiento y la valoración del lenguaje. Las fuerzas en este campo son tan desiguales que si esperara resultados ya habría desistido. No, no los espero. En realidad, y de eso me he dado cuenta con el tiempo, mi única pretensión ya es hallar personas que compartan mi inquietud y mi preocupación. Cada vez que encuentro a una me siento un poco menos sola.

Pero tengo otras peleas. Profesionales, sociales, ideológicas... A unas les dedico más esfuerzo que a otras. Todas valen la pena. Todas merecerían un ejército de defensores. La mayoría no lo tienen.

Afortunadamente, por muy sola que se sienta una cuando decide comprometerse con una causa, con el tiempo va entrando en contacto con gente igual de comprometida o más. Cada uno opta por un grado de compromiso, en algunos casos mínimo, en otros hasta heroico; y cada uno logra sus resultados. En general basta con un cierto apoyo y algo de satisfacción personal para seguir adelante.

Y en esto el lenguaje es importante. Compartir vocabulario, jerga si queréis, da sensación de pertenencia. Utilizar las mismas palabras revela una visión semejante, unas ideas parecidas, un objetivo común.

Estuve hace dos días con un grupo de amigos con los que comparto una de esas luchas. La conversación era una reafirmación constante, nos realimentábamos unos a otros y, si hubiéramos sido menos sensatos, menos realistas, podríamos haber creído que nuestras ideas eran mayoritarias en el mundo.

Pero no. Porque durante la mayor parte del tiempo vivimos con personas de las cuales nos separan abismos mentales. Por eso valoramos más nuestra mutua compañía. Porque sabemos que lo que escuchemos y digamos estará en el mismo tono. Y nos sonará a música.





domingo, 18 de enero de 2015

Libertad de expresión

Estas últimas dos semanas no hemos dejado de hablar de libertad de expresión: de su ejercicio, de su necesidad, de sus límites. He leído opiniones, consideraciones, argumentos de todo tipo, he visto a algunos pontificar y a muchos recurrir al exabrupto...

Y ¿sabéis qué? Toda esa gente se ha expresado libremente por todos los medios a su alcance: las redes sociales, los blogs, los medios de comunicación, las conversaciones formales y las charlas de café. Incluso quienes han dicho que los caricaturistas de Charlie Hebdo se lo habían buscado, que merecían morir, han podido expresar esa opinión sin más consecuencias negativas que el desprecio o el insulto. Deberían reflexionar sobre eso; plantearse si aceptarían que se les enmudeciera porque alguien se sintiera ofendido por sus palabras, si admitirían para sí mismos lo que pretenden para otros.
Creo que nadie duda de que nuestro pensamiento no puede estar sujeto a normas. Aunque las religiones y ciertos regímenes políticos lo pretendan, es imposible. Sin embargo, cuando se trata de hacerlos públicos, muchos se plantean hasta qué punto la libertad de expresión es igual de absoluta e irrenunciable que la de pensamiento.
Mi profesión se asienta sobre la libertad de expresión. Quizá por eso me importa mucho más referirme a la expresión pública que a la privada. En el ámbito privado se pueden consensuar los límites, decidir si en aras de la convivencia o en consideración a una o varias personas se suaviza el tono o se evitan ciertos temas; no porque no se pueda expresar uno con plena libertad sino porque elige no hacerlo, lo elige, no se lo imponen.
En el ámbito público no se puede tener esa consideración. Prácticamente todo es susceptible de generar incomodidad, ofensas, enfado, indignación... Si la condición fuera no molestar, no habría comunicación pública. (Ojo, hablo de ofensas, no de delitos. Arengar a una multitud para que actúe con violencia, incitar a un grupo a que ataque a otro, acusar falsamente de un crimen... son actos delictivos de consecuencias mucho más graves que herir los sentimientos de alguien.)

La tolerancia respecto a las ideas políticas ha avanzado mucho más que en las religiosas. Fanáticos hay en abundancia tanto de las primeras como de las segundas, pero los políticos demócratas se oponen públicamente a censurar las ideologías (insinuar lo contrario les granjea el calificativo de antidemocráticos). En cambio las religiones, al menos las monoteístas, son intrínsecamente intolerantes. Y lo son porque se establecen sobre dogmas. No razonan sus fundamentos, no los someten a crítica ni a refutación, no admiten la posibilidad de error. Eso queda claro viendo su uso de palabras como "único", "supremo" "absoluto" y "verdad".
Se ha dicho incontables veces que los derechos los tienen las personas, no las ideas. Da igual: hay que repetirlo. Una idea se puede cuestionar, debatir, despreciar... Habitualmente se entiende que si dos personas discuten y una reacciona con violencia es porque se ha quedado sin argumentos. La violencia de justificación religiosa no tiene argumentos. Históricamente se ha impuesto la religión inculcándola desde el nacimiento, reprobando socialmente la discrepancia o impidiéndola con la amenaza o por la fuerza.
Somos millones, miles de millones quienes no aceptamos ya ninguna imposición de ese tipo. Optamos por potenciar nuestra racionalidad y contener nuestra visceralidad. Toleramos las creencias irracionales siempre que se releguen al ámbito privado. Y confiamos en que, con tiempo y educación, esas creencias terminen olvidadas.