lunes, 24 de febrero de 2014

Miedos

La vida está llena de miedos. Y a menudo lo que más nos asusta es lo que desconocemos. Identificar, nombrar y describir las cosas nos las hace menos temibles. Si existe una palabra para definir algo es porque otras personas lo han conocido o experimentado antes. El término puede aportar una explicación -intuitiva o científica- o ser solo una constatación del fenómeno, pero aun en este último caso es algo más sólido que el vacío.

Mucha gente siente alivio cuando le diagnostican una enfermedad. El hecho de que su malestar tenga un nombre implica una descripción, otras personas enfermas de lo mismo, cierta idea de qué les espera... Sí, hay quien prefiere no saber ("si es malo no me lo diga, doctor"). Por contra, son millones las personas que aprovechan la accesibilidad de la información en internet para averiguar lo más posible, a veces sin tener una cultura básica con la cual filtrar y valorar.

Me parece absurdo mantener ciertos pensamientos en estado de nebulosa, sin plasmarlos en palabras, por temor. No comparto esa huida de la realidad que es refugiarse en la ignorancia, ese no querer saber si tu patología es grave, si tu pareja te engaña, si tu hijo se droga... como si cerrando los ojos a la verdad se pudiera sufrir menos.

El lenguaje nos ha ayudado a conocer, comprender y actuar. La información es poder, y no solo sobre los demás, como parecen entender algunos leyendo esta máxima. Es poder sobre uno mismo, su futuro y el proceso intermedio. No evitemos hacer preguntas: no es menos doloroso intuir que saber positivamente.

domingo, 16 de febrero de 2014

Mis palabras (3)

Este domingo semisoleado me parece un buen día para haceros partícipes de otras cuantas de mis palabras favoritas. Como sabéis, pueden serlo por su sonido, por su grafía, por su significado, por su etimología o por cualquier otra razón. Empecemos con una bien larga:

- Incertidumbre: El DRAE la define a través del antónimo "certeza", que es la "firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar". La incertidumbre es, por tanto, contraria a esa postura ciega e inamovible y, en cambio, compañera del escepticismo. Este último término me acompaña desde hace tiempo y, curiosamente, hace que me sienta más segura en este universo entrópico (también me encanta la palabra entropía).

- Secreto: Me resulta un arma de doble filo. Tenerlos es un placer; temer que se descubran, una preocupación. Cuando la leo mentalmente siempre suena como un susurro. Va de la mano del silencio y de la penumbra, dos conceptos que me invaden con frecuencia.

- Mirada: Sugiere intención, interés, curiosidad. Ver es algo tan frío como procesar las imágenes en el cerebro y ser consciente de ellas. En el acto de mirar se recogen la subjetividad, el aspecto emocional, la poesía.

- Reflejo, unida por forma y fondo a espejo: Me aleja de la idea de lo absoluto y me introduce en un mundo paralelo, teóricamente secundario, dependiente. A menudo me identifico más con el reflejo que con la realidad. Al fin y al cabo, lo que somos solo se entiende en relación con lo que nos rodea.

- Epatar: un galicismo admitido por la Academia. Algunos de sus sinónimos españoles me fascinan igualmente, como pasmar. Utilizarlos en una época en la que todo es flipar o alucinar te despega de las modas. Adjetivos como pasmado y su hermano pazguato tienen un encanto que no todo el mundo aprecia.

- Descerebrado: es de esas palabras que saboreo cuando las pronuncio, me entretengo al decirlas y termino lanzándolas como quien da un latigazo. De todas formas, la voy sustituyendo cada vez más por anencefálico, que es de uso menos habitual y me proporciona el placer añadido de epatar al destinatario.

Que tengáis un feliz domingo lleno de palabras.

domingo, 2 de febrero de 2014

Ofensas

Leía ayer en Facebook un debate entre miembros de un grupo (del que no formo parte) a raíz de la expulsión de uno de ellos por insultar a otro. En la discusión unos defendían que el debate debe admitir cierto grado (bastante amplio, parecía) de agresividad verbal entre los participantes pues lo contrario sería descafeinarlo o incluso censurarlo. En aras de la libertad de expresión, consideraban un deber de los participantes soportar esa agresividad.

Los argumentos me sonaban: eran los mismos que he leído en otro foro en el que sí intervengo. Los partidarios de los intercambios sin reglas contra los que exigen unas mínimas normas de respeto y cortesía. Los primeros califican de mojigatos de piel demasiado fina a los segundos, quienes a su vez reniegan de la falta de educación de los primeros y de cómo vuelven innecesariamente hostil el ambiente en ese espacio común.

Los, llamémosles, "ofensivos" y los, digamos, "respetuosos" se han atribuido mutuamente la intención de descalificar los argumentos contrarios por las formas y no por el contenido. Unos y otros se han agrupado, hasta el punto de formar dos bandos con poca voluntad de conciliación, por lo que parece.

¿Quién puede decidir cuándo debe o no darse por ofendida una persona por lo que digamos? Esto me trae a la memoria varios debates. Uno: el de los términos con que calificar a determinados grupos de personas. Yo viví, en concreto, las primeras reclamaciones de discapacitados que exigían ser llamados "personas con capacidades diferentes", una aspiración que a otros resultaba ridícula. Dos: el del uso del masculino para englobar a los dos géneros o, más concretamente, a los dos sexos (no he oído a nadie quejarse ante frases como "los postres y las bebidas están excluidos del precio del menú").

Y llego al motivo de esta entrada: ¿hay palabras objetivamente ofensivas o la ofensa depende de cuestiones subjetivas como la intención de quien habla y la percepción de quien escucha? Probablemente las dos cosas.

Me niego a decir "¿estamos todos y todas?" por el hecho de que a una mujer del grupo le parezca excluyente y discriminatorio el "todos". Me niego a decir que una compañera de trabajo sorda tiene "capacidades distintas". Pero me niego también a que algún prepotente atribuya mi exigencia de respeto formal a ñoñería o a incapacidad de aceptar las críticas. Demasiado matón, fanfarrón y tirano ha tenido una que soportar como para admitirlos también en la vida privada.

Quizá mi educación me ha hecho despreciar a los que tienen facilidad para insultar, a los que aúnan el ingenio necesario para soltar pullas con la insensibilidad y la falta de empatía. Quizá mi profesión me ha hecho sobrevalorar la amabilidad y el respeto en las relaciones humanas. Quizá simplemente me da pereza responder a los que manejan un vocabulario con más palabras ofensivas que elogiosas.

Pero, claro, una nunca sabe qué amarguras, qué vacíos vitales esconden en el fondo quienes prefieren ser conocidos por su lengua venenosa.