jueves, 14 de abril de 2022

Mentiras

A todos nos han engañado alguna vez, no lo neguéis. Quizá no hayáis caído en engaños grandes (estafas, por ejemplo) pero sin duda sí en los pequeños. Me refiero a esos en los que las palabras suenan creíbles, refieren situaciones normales y no disparan alertas.

Un compañero puede pedirte que le hagas su turno porque tiene dolor de espalda o al niño con fiebre. Una amiga te anula una cita a última hora porque el coche la ha dejado tirada o el trabajo se le ha complicado. Alguien te da un motivo admisible para no entregar una tarea en el plazo convenido o para no llamarte por teléfono pese a haberlo anunciado.

Y a menudo será cierto, pero tenéis que reconocer que puede no serlo, incluso que vosotros mismos habéis recurrido a alguna mentira de ese tipo: os resultaba más fácil, más conveniente, os daba menos vergüenza o menos problemas que la sinceridad.

Hay quien escoge bien las palabras para no verse pillado en un renuncio. Hay quien, por el contrario, olvida la excusa y, como su actuación posterior es incoherente con ella, se descubre. Y luego está quien cree tener todos los cabos atados pero ha dejado montones de rendijas por las que se cuela la verdad. (Bueno, también están los que optan por el silencio, por no dar explicaciones y hacer como si no pasara nada, pero eso suele ser insostenible en el tiempo.)

¿Qué cara se os queda entonces? Me refiero tanto a si sois autores como víctimas del engaño. Cuando ves, o te ven, en un sitio donde teóricamente no ibas a estar, cuando en una conversación se escapa el relato real y es contradictorio con la explicación dada...

A veces hay consecuencias serias, como una sanción en el trabajo o la ruptura de una relación o una amistad. Otras lo que se genera es una pérdida de confianza. Tal vez el cariño mutuo o la irrelevancia del engaño eviten o al menos diluyan la sensación de tomadura de pelo. Pero incluso en este último caso, si la insinceridad se repite, quien la sufre puede sentirse despreciado y desarrollar un resentimiento y una desconfianza permanente.

Todos decimos alguna mentira alguna vez. No las uséis para hacer daño ni para humillar. Las palabras importan. 

sábado, 2 de abril de 2022

Multicomunicación

La mayoría de quienes me estéis leyendo tendréis a mano habitualmente un número considerable de formas distintas de comunicación instantánea. Muchas, seguro, concentradas en un teléfono móvil que viene a ser un ordenador con conexiones de distinto tipo: por línea telefónica y de datos, wifi, bluetooth...

Mi trabajo depende de que esas comunicaciones estén activas. Y eso no fue una novedad generada por el inicio de la pandemia y la extensión del teletrabajo. Yo ya trabajaba desde antes con personas localizadas en una docena de países diferentes y con gente que, en mi mismo centro de trabajo, no tenía a la vista; la pandemia solo añadió a esa lista las personas que desarrollaban sus tareas desde casa o desde edificios a los que no podía acceder yo.

Tengo un teléfono móvil con dos tarjetas SIM, unas cuantas aplicaciones de mensajería instantánea desde las que también se puede llamar o videollamar o enviar notas de voz, otras para videochat, y el casi desterrado SMS, un último recurso a veces muy útil. Todo eso está activo siempre. Además, en mi mesa de trabajo hay un teléfono fijo desde donde puedo capturar las llamadas que se reciben en otra media docena de terminales cercanos, y eso se añade a lo anterior desde el primer minuto de mi jornada laboral presencial. En ese momento, activo en la pantalla del ordenador todas las conexiones posibles del móvil, las del sistema de comunicación interno de mi empresa y las cuentas de correo. Eso me abre la posibilidad de establecer comunicación por una docena de vías.

En un día tranquilo puedo hacer o recibir dos docenas de llamadas por teléfono fijo, una decena por el móvil, casi las mismas por llamada de whatsapp, intercambiar mensajes y/o notas de voz a través de entre diez y veinte chats individuales o de grupo y escribir o leer un buen puñado de frases en el programa interno. No es raro que mientras hablo por el móvil me salten notificaciones de mensajes o entre a la vez una llamada de whatsapp, o suenen uno o dos teléfonos fijos.

¿Y sabéis lo más curioso? Que toda esa comunicación con toda esa gente es imprescindible para mi trabajo pero también me obliga a interrumpirlo constantemente. Me digo a mí misma que cada uno de mis interlocutores está en su lugar de trabajo, a cuarenta metros o a cuatro mil kilómetros, y necesita informar, consultar, resolver una duda, pedir una confirmación, comunicar un problema... o simplemente desahogarse. Nadie tiene por qué saber, si no se lo digo yo, cuándo estoy desbordada y no puedo hacerles caso de inmediato. Ante eso opto por pedirle a quien tengo al teléfono que espere un segundo, coger el otro y decir: estoy con otra llamada, te llamo en cuanto pueda; por responder a un whatsapp con un: dame unos minutos que ahora me es imposible leer/escuchar tu mensaje; o por dejar las respuestas para cuando pueda, sin dar explicaciones, que es lo que menos me gusta pero a veces lo único viable.

No concibo cómo sería posible coordinar el trabajo de tanta gente sin tantas vías de comunicación. Sé que se hacia antes de que existieran, pero eran otros tiempos: era cuando la inmediatez no nos parecía necesaria; cuando, si alguien no te localizaba al instante, no se preocupaba ni se molestaba.

Hay personas con las que hablo o me mensajeo a diario pero llevamos sin vernos en persona meses o años. En estos casos, la tecnología te acerca. Y solo cuando me cojo vacaciones y desactivo todo me doy cuenta de que también te esclaviza.

También, aparte del trabajo, hay quien lo desactiva todo de repente. O desactiva la comunicación contigo en particular. Tendrá sus razones, y sería de agradecer que las diera a conocer. Porque hay silencios que rompen lazos y se vuelven definitivos.