La mayoría de quienes me estéis leyendo tendréis a mano habitualmente un número considerable de formas distintas de comunicación instantánea. Muchas, seguro, concentradas en un teléfono móvil que viene a ser un ordenador con conexiones de distinto tipo: por línea telefónica y de datos, wifi, bluetooth...
Mi trabajo depende de que esas comunicaciones estén activas. Y eso no fue una novedad generada por el inicio de la pandemia y la extensión del teletrabajo. Yo ya trabajaba desde antes con personas localizadas en una docena de países diferentes y con gente que, en mi mismo centro de trabajo, no tenía a la vista; la pandemia solo añadió a esa lista las personas que desarrollaban sus tareas desde casa o desde edificios a los que no podía acceder yo.
Tengo un teléfono móvil con dos tarjetas SIM, unas cuantas aplicaciones de mensajería instantánea desde las que también se puede llamar o videollamar o enviar notas de voz, otras para videochat, y el casi desterrado SMS, un último recurso a veces muy útil. Todo eso está activo siempre. Además, en mi mesa de trabajo hay un teléfono fijo desde donde puedo capturar las llamadas que se reciben en otra media docena de terminales cercanos, y eso se añade a lo anterior desde el primer minuto de mi jornada laboral presencial. En ese momento, activo en la pantalla del ordenador todas las conexiones posibles del móvil, las del sistema de comunicación interno de mi empresa y las cuentas de correo. Eso me abre la posibilidad de establecer comunicación por una docena de vías.
En un día tranquilo puedo hacer o recibir dos docenas de llamadas por teléfono fijo, una decena por el móvil, casi las mismas por llamada de whatsapp, intercambiar mensajes y/o notas de voz a través de entre diez y veinte chats individuales o de grupo y escribir o leer un buen puñado de frases en el programa interno. No es raro que mientras hablo por el móvil me salten notificaciones de mensajes o entre a la vez una llamada de whatsapp, o suenen uno o dos teléfonos fijos.
¿Y sabéis lo más curioso? Que toda esa comunicación con toda esa gente es imprescindible para mi trabajo pero también me obliga a interrumpirlo constantemente. Me digo a mí misma que cada uno de mis interlocutores está en su lugar de trabajo, a cuarenta metros o a cuatro mil kilómetros, y necesita informar, consultar, resolver una duda, pedir una confirmación, comunicar un problema... o simplemente desahogarse. Nadie tiene por qué saber, si no se lo digo yo, cuándo estoy desbordada y no puedo hacerles caso de inmediato. Ante eso opto por pedirle a quien tengo al teléfono que espere un segundo, coger el otro y decir: estoy con otra llamada, te llamo en cuanto pueda; por responder a un whatsapp con un: dame unos minutos que ahora me es imposible leer/escuchar tu mensaje; o por dejar las respuestas para cuando pueda, sin dar explicaciones, que es lo que menos me gusta pero a veces lo único viable.
No concibo cómo sería posible coordinar el trabajo de tanta gente sin tantas vías de comunicación. Sé que se hacia antes de que existieran, pero eran otros tiempos: era cuando la inmediatez no nos parecía necesaria; cuando, si alguien no te localizaba al instante, no se preocupaba ni se molestaba.
Hay personas con las que hablo o me mensajeo a diario pero llevamos sin vernos en persona meses o años. En estos casos, la tecnología te acerca. Y solo cuando me cojo vacaciones y desactivo todo me doy cuenta de que también te esclaviza.
También, aparte del trabajo, hay quien lo desactiva todo de repente. O desactiva la comunicación contigo en particular. Tendrá sus razones, y sería de agradecer que las diera a conocer. Porque hay silencios que rompen lazos y se vuelven definitivos.
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