El manejo de las palabras es algo en lo que nos vamos formando y entrenando desde que nacemos. Parecería una habilidad que se va perfeccionando sin descanso a lo largo de nuestra vida. Pero estoy convencida de que en la mayoría de los casos no es así, de que el aprendizaje se frena en algún momento y nos quedamos estancados.
Ciertamente hay oficios, como el de escritor, el de negociador o el de redactor de discursos, que requieren un dominio no solo del lenguaje sino de todo lo que rodea su expresión, con el objetivo de minimizar los fallos. Y ejercitarlo y mejorarlo cada día.
Sin embargo, para los no profesionales, en principio con manejarse y entenderse es suficiente. Quizá ahí el problema sea la percepción de lo que es manejarse y, sobre todo, de lo que es entenderse.
La sinceridad, algo de lo que soy partidaria, es un campo de minas si las partes no saben comprenderse y hacerse entender. Obstáculos como las diferencias de base o la falta de contexto pueden impedir esa comprensión.
Y luego está lo que las palabras expresadas sin filtros o sin reflexión revelan de nuestro auténtico pensamiento. Comentarios que lo retratan a uno como liberal o como intolerante, como insensible o como empático, como egoísta o como generoso. A veces, las afortunadas, una frase dicha sin pensar te puede revelar, por ejemplo, que le importas a alguien más de lo que pensabas. En cambio, la crudeza de otras puede hacerte entender que un interlocutor aparentemente amable, en el fondo te desprecia.
Alguna vez he pensado que había alcanzado un cierto dominio de la comunicación verbal. Ya he descartado esa estúpida creencia.
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