miércoles, 26 de marzo de 2014

Palabras de ida y vuelta (2)

Hablaba anteayer, sin nombrarlos directamente, de los psiquiatras y psicólogos a quienes mucha gente recurre para verbalizar y afrontar sus traumas o sus miedos. Hoy me referiré a otro tipo de personas que están ahí cuando una pérdida o una situación grave bloquea lo que debería ser el avance normal de nuestra vida. Personas que sí son interlocutores y no meramente escuchantes y consejeros. Y también a otras que no lo son aunque lo pretendan.

Merecen todo mi respeto los voluntarios. Los de la Asociación Española Contra el Cáncer, por ejemplo. Ellos ya han sufrido la enfermedad y saben lo que pasa por la cabeza del paciente que empieza a enfrentarse a ella. Éste se encuentra con un desconocido que tiene palabras para concretar sus miedos y otras para plasmar lo que le espera. Escucha y habla con conocimiento de causa.

Hay voluntarios de Cruz Roja o de otras organizaciones que dedican parte de su tiempo a personas mayores. Las ayudan con tareas que la edad vuelve complicadas y les hacen compañía. Para alguien que se ha quedado solo por el distanciamiento o la muerte de sus seres más cercanos, algo tan sencillo como tener una persona con quien hablar beneficia a su estado de ánimo y su salud mental. En estos casos el voluntario sobre todo escucha, pero también abre una puerta a su vida personal en la medida en que su solitario amigo lo necesita.

Por el contrario, unos personajes que me suscitan poco aprecio son lo que desde hace años se han ido llamando gurús, asesores personales y ahora coaches. Son individuos con una formación más que discutible. A ellos acuden, por lo poco que he visto en mi entorno, hombres y mujeres sugestionables, de esos que creen que con voluntad y esfuerzo se logra cualquier cosa. Porque eso es lo que les va a decir el asesor. Les propondrá cambios de actitud, cambios en su modo de vida, cambios en sus objetivos. Y eso es lo que necesitan: palabras mágicas que les definan el fracaso como oportunidad, el miedo como acicate, el cambio como éxito.

Menos aprecio aún siento por los sacerdotes católicos, esos que bajo la fórmula de la confesión obligan a sus fieles a buscar culpabilidades en su interior y relatarlas a quien hará como que comprende la debilidad pero la criticará y castigará antes de perdonarla. Para los más convencidos debe de tener su morbo eso de recibir el perdón para cualquier cosa. Pero a mí no se me ocurre una figura más siniestra que la del humano que se erige en intermediario forzoso entre sus semejantes y la perfección.

lunes, 24 de marzo de 2014

Palabras de ida y vuelta

Las carencias han generado tantas páginas como las tenencias. Son dos circunstancias que nos impelen a comunicarlas, a compartirlas.

Perder a un ser querido, quedarse sin trabajo, ser abandonado por la persona a quien se ama, dejar el hogar, perder la salud... Son cosas de las que no se habla con cualquiera pero se habla. No conozco a nadie que se enfrente a un vacío vital sin expresarlo a alguien a quien considere capaz de una mínima empatía. Necesitamos saber que otro entiende que sufrimos y contiene el dolor que nos desborda.

Si nos faltan las palabras, todo ese sistema de desahogo se desmorona. Y lo mismo ocurre si algo nos impide pronunciarlas. El lenguaje no verbal no es suficiente. Llorar calma, gritar reduce tensiones, romper algo puede resultar un alivio para algunos. Sin embargo, verbalizar los sentimientos es imprescindible para esa especie de exorcismo que nos permite enfrentarnos a la pena y superarla.

Hay profesionales de la escucha, destinatarios a sueldo de nuestras expresiones de confusión, carencia y dolor. Supongo que son necesarios. Supongo que incluso pueden llegar a ser, en su objetividad y su cuidada distancia, más útiles que un oído amigo. Consiguen extraer las palabras que quizá no son más que una nebulosa en unas mentes afligidas.

Pero no dan nada suyo a cambio. No cuentan sus penas, no comparten sus miedos. Preguntan y no responden. Ante seres así, se está siempre en desventaja. Tú eres todo debilidad; ellos, todo fortaleza. Están dispuestos a escucharte hablar de ti sin decir nada de sí mismos.

Las confidencias tienen que ser de ida y vuelta. Si no, no merecen la pena.

viernes, 7 de marzo de 2014

Puntuación

No sé si es desidia, pereza o algo peor: incultura. Prescindir de los signos de puntuación y acentuación tiene ya carácter de epidemia. Y no lo entiendo. ¿Puede alguien pensar que da lo mismo ponerlos que pasar de ellos? Me permito copiaros unas frases de una amistad de FB:

Que verguenza asi jamas se levantara esta empresa.
Habeis probado el cocido que preparan en el restaurante xxx.Es magnifico lo recomiendo.
Magnifico video chicas.Verlo es muy bueno.

Ni tildes ni diéresis ni, por supuesto, comas. Ni un triste signo de exclamación o de interrogación. ¿Se entiende? Supongo que sí. ¿Basta con que se entienda? Para mí, rotundamente no.

Son ejemplos de alguien que escribe para sus amigos: un grupo reducido de destinatarios, un tono coloquial... Pero no me vale la excusa. Porque esas mismas incorrecciones están en los medios de comunicación y en la publicidad.

Anuncios del tipo "No dejes pasar esta oportunidad!" o "No te gustaría?" consagran esa idea de que basta con el signo de cierre de interrogación y exclamación. Demasiados conocidos míos se han apuntado a esa corriente.

Titulares en prensa y televisión como este: "La Bolsa atenta a varios frentes económicos". Sin la imprescindible coma entre "Bolsa" y "atenta", esta última palabra deja de ser adjetivo y se convierte en verbo. Y no creo que quien escribió la frase quisiera decir que la Bolsa estaba atentando contra nada.

O como este: "Mañana en Fukushima". Pero no se pretendía informar de que alguien (Rajoy en este caso) estuviera pasando la mañana en ese lugar, sino de que estaría allí al día siguiente. Otra coma cuya ausencia cambia el significado de la frase.

No hay coma entre sujeto y predicado (con algunas excepciones como que se suprima el verbo, como en el caso que he apuntado más arriba). Los vocativos van entre comas, al igual que los incisos. Las enumeraciones cuyos componentes sean sintagmas que incluyen comas se separan con punto y coma. En las sílabas gue y gui la u es muda y para que no lo sea debe llevar diéresis. Son reglas que aprendí en el colegio, estas y muchas más. Quizá fui la única.

En teoría todos terminamos la educación obligatoria sabiendo leer y escribir, conociendo las normas ortográficas y gramaticales. En la práctica, cada vez se cumplen menos esas normas. Cada vez se escribe peor. Y muchas de las incorrecciones que veo dificultan la comunicación.

Y aunque no lo hicieran, ofenden a la vista. Ver frases como las que escribió en una red social cierto militante de las juventudes de cierto partido me indignan por su contenido y ¡me horrorizan por su forma! ¿Se pueden cometer más faltas en 140 caracteres? Le han llovido críticas por la mentalidad machista y retrógrada de lo que decía, pero se merecería copiar mil veces cada palabra mal escrita y cada regla infringida.

Me estoy poniendo de mala uva, mal plan para un viernes. Aquí lo dejo.

sábado, 1 de marzo de 2014

Mentiras

Hace una semana un programa de televisión contó una versión nueva de unos hechos relativamente conocidos. Era una versión inventada, pero eso no se dijo hasta el final. Mientras tanto, los espectadores más observadores encontraron incoherencias y los más escépticos pusieron en cuarentena el relato. Entre los que lo creyeron, por lo que he leído en las redes, la mayoría se sintieron engañados por alguien en quien confiaban, ofendidos porque les tomaran el pelo o ridiculizados por haber aceptado el relato de buena fe, o todo a la vez.

Para alguien que se dedica a la información o, más específicamente, a la denuncia, es un riesgo pasarse a la ficción sin previo aviso. Sin duda habrá perdido credibilidad entre una parte considerable de su audiencia habitual. Y no sé si le compensa el haberse revelado como un guionista imaginativo.

El lenguaje sirve tanto para narrar los hechos como para inventarlos, para contar verdades como para urdir engaños, para ser sincero como para mentir. Pero como las cosas no son blancas o negras, lo cierto y lo falso no son algo absoluto, tienen matices, interpretaciones, zonas grises. Igual que uno se puede sentir insultado al considerar que le han mentido, el teórico mentiroso puede no tenerse por tal. Puede ofrecer explicaciones, justificar su discurso, aclarar su punto de vista... no siempre con éxito.

Siempre que alguien me ha mentido me he sentido ofendida, lo cual es irrelevante porque tengo una facilidad excesiva para olvidar las ofensas. Pero también me he sentido traicionada, y eso tiene más trascendencia. Es un sentimiento que socava la confianza. Cada mentira que me han dicho en mi vida ha ido arrinconando mi capacidad de confiar, actualmente casi desaparecida.

Y, como creo haber dicho ya alguna vez, me ha hecho odiar ciertas palabras. No es culpa de las palabras sino de quienes las prostituyen.