Hablaba anteayer, sin nombrarlos directamente, de los psiquiatras y psicólogos a quienes mucha gente recurre para verbalizar y afrontar sus traumas o sus miedos. Hoy me referiré a otro tipo de personas que están ahí cuando una pérdida o una situación grave bloquea lo que debería ser el avance normal de nuestra vida. Personas que sí son interlocutores y no meramente escuchantes y consejeros. Y también a otras que no lo son aunque lo pretendan.
Merecen todo mi respeto los voluntarios. Los de la Asociación Española Contra el Cáncer, por ejemplo. Ellos ya han sufrido la enfermedad y saben lo que pasa por la cabeza del paciente que empieza a enfrentarse a ella. Éste se encuentra con un desconocido que tiene palabras para concretar sus miedos y otras para plasmar lo que le espera. Escucha y habla con conocimiento de causa.
Hay voluntarios de Cruz Roja o de otras organizaciones que dedican parte de su tiempo a personas mayores. Las ayudan con tareas que la edad vuelve complicadas y les hacen compañía. Para alguien que se ha quedado solo por el distanciamiento o la muerte de sus seres más cercanos, algo tan sencillo como tener una persona con quien hablar beneficia a su estado de ánimo y su salud mental. En estos casos el voluntario sobre todo escucha, pero también abre una puerta a su vida personal en la medida en que su solitario amigo lo necesita.
Por el contrario, unos personajes que me suscitan poco aprecio son lo que desde hace años se han ido llamando gurús, asesores personales y ahora coaches. Son individuos con una formación más que discutible. A ellos acuden, por lo poco que he visto en mi entorno, hombres y mujeres sugestionables, de esos que creen que con voluntad y esfuerzo se logra cualquier cosa. Porque eso es lo que les va a decir el asesor. Les propondrá cambios de actitud, cambios en su modo de vida, cambios en sus objetivos. Y eso es lo que necesitan: palabras mágicas que les definan el fracaso como oportunidad, el miedo como acicate, el cambio como éxito.
Menos aprecio aún siento por los sacerdotes católicos, esos que bajo la fórmula de la confesión obligan a sus fieles a buscar culpabilidades en su interior y relatarlas a quien hará como que comprende la debilidad pero la criticará y castigará antes de perdonarla. Para los más convencidos debe de tener su morbo eso de recibir el perdón para cualquier cosa. Pero a mí no se me ocurre una figura más siniestra que la del humano que se erige en intermediario forzoso entre sus semejantes y la perfección.
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