Hace una semana un programa de televisión contó una versión nueva de unos hechos relativamente conocidos. Era una versión inventada, pero eso no se dijo hasta el final. Mientras tanto, los espectadores más observadores encontraron incoherencias y los más escépticos pusieron en cuarentena el relato. Entre los que lo creyeron, por lo que he leído en las redes, la mayoría se sintieron engañados por alguien en quien confiaban, ofendidos porque les tomaran el pelo o ridiculizados por haber aceptado el relato de buena fe, o todo a la vez.
Para alguien que se dedica a la información o, más específicamente, a la denuncia, es un riesgo pasarse a la ficción sin previo aviso. Sin duda habrá perdido credibilidad entre una parte considerable de su audiencia habitual. Y no sé si le compensa el haberse revelado como un guionista imaginativo.
El lenguaje sirve tanto para narrar los hechos como para inventarlos, para contar verdades como para urdir engaños, para ser sincero como para mentir. Pero como las cosas no son blancas o negras, lo cierto y lo falso no son algo absoluto, tienen matices, interpretaciones, zonas grises. Igual que uno se puede sentir insultado al considerar que le han mentido, el teórico mentiroso puede no tenerse por tal. Puede ofrecer explicaciones, justificar su discurso, aclarar su punto de vista... no siempre con éxito.
Siempre que alguien me ha mentido me he sentido ofendida, lo cual es irrelevante porque tengo una facilidad excesiva para olvidar las ofensas. Pero también me he sentido traicionada, y eso tiene más trascendencia. Es un sentimiento que socava la confianza. Cada mentira que me han dicho en mi vida ha ido arrinconando mi capacidad de confiar, actualmente casi desaparecida.
Y, como creo haber dicho ya alguna vez, me ha hecho odiar ciertas palabras. No es culpa de las palabras sino de quienes las prostituyen.
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