Las carencias han generado tantas páginas como las tenencias. Son dos circunstancias que nos impelen a comunicarlas, a compartirlas.
Perder a un ser querido, quedarse sin trabajo, ser abandonado por la persona a quien se ama, dejar el hogar, perder la salud... Son cosas de las que no se habla con cualquiera pero se habla. No conozco a nadie que se enfrente a un vacío vital sin expresarlo a alguien a quien considere capaz de una mínima empatía. Necesitamos saber que otro entiende que sufrimos y contiene el dolor que nos desborda.
Si nos faltan las palabras, todo ese sistema de desahogo se desmorona. Y lo mismo ocurre si algo nos impide pronunciarlas. El lenguaje no verbal no es suficiente. Llorar calma, gritar reduce tensiones, romper algo puede resultar un alivio para algunos. Sin embargo, verbalizar los sentimientos es imprescindible para esa especie de exorcismo que nos permite enfrentarnos a la pena y superarla.
Hay profesionales de la escucha, destinatarios a sueldo de nuestras expresiones de confusión, carencia y dolor. Supongo que son necesarios. Supongo que incluso pueden llegar a ser, en su objetividad y su cuidada distancia, más útiles que un oído amigo. Consiguen extraer las palabras que quizá no son más que una nebulosa en unas mentes afligidas.
Pero no dan nada suyo a cambio. No cuentan sus penas, no comparten sus miedos. Preguntan y no responden. Ante seres así, se está siempre en desventaja. Tú eres todo debilidad; ellos, todo fortaleza. Están dispuestos a escucharte hablar de ti sin decir nada de sí mismos.
Las confidencias tienen que ser de ida y vuelta. Si no, no merecen la pena.
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