jueves, 30 de julio de 2015

Clasificaciones

Mi padre era una de esas personas, cómo diría, de ciclo corto: cuando algo le alteraba, llegaba rápidamente a un punto crítico, estallaba y no tardaba en volver a la normalidad. Yo soy más bien todo lo contrario, de ciclos largos. Cuesta llevarme al límite pero, una vez allí, regresar me resulta difícil y necesito tiempo, paciencia, distancia.

De niña, si mi padre se enfadaba y me gritaba palabras duras, yo corría a mi cuarto a llorar. Cuando al poco rato venía a consolarme, aquello me descolocaba tanto que no aguantaba su cariño. No entendía que la persona de frases iracundas pudiera ser la misma que la de las afectuosas sin un largo proceso de por medio. Con el tiempo, cuando comprendí cómo era yo, asumí que simplemente éramos muy distintos. Y le quise como era.

De ciclos cortos o largos. Una forma de clasificar a la gente como otra cualquiera. Hay definiciones que quizá aplicaríais a unos y otros: ofensivos o agresivos y rencorosos o vengativos. No estoy de acuerdo, al menos con la parte que me toca. No sé si llamar agresivo a quien no controla sus reacciones. Pero definitivamente no llamaría a nadie rencoroso por tardar en superar el dolor. Ni vengativo si no guarda cuentas pendientes ni se esfuerza en mantener abiertas las heridas. Tampoco le calificaría de hipócrita si es incapaz de fingir y prefiere esconderse para que nadie le vea llorar.

Otra división se podría hacer entre los que susurran y los que gritan. Y no me refiero solo al volumen de la voz sino a las palabras que se dicen. Se puede hacer daño con un susurro, con algo que solo entenderá su destinatario. No sé si eso es peor que desahogar tu odio contra alguien diciéndole a las claras algo hiriente, como que desearías que nunca hubiera existido.

Escribí una vez en este blog que unos somos de piel fina y otros de piel gruesa, metafóricamente hablando. Otra clasificación. Tal vez el grosor de la piel dependa del arma que se lance contra ella. He soportado broncas, desplantes y palabras en voz demasiado alta sin sentirme ofendida. Y hay quien con una sola bofetada verbal ha hecho hundirse el mundo bajo mis pies.

(Por si os interesa, no me considero rencorosa. Tiendo a olvidar lo desagradable, aunque antes le dé vueltas durante lo que algunos considerarían una eternidad. Soy de digestiones lentas y eso cuenta también para las palabras que me llenan de pena.)

miércoles, 15 de julio de 2015

La diferencia

Os confesaré que más de una vez me siento ante el teclado sin una idea clara de lo que quiero decir. Las palabras no son el problema, sino lo que quiero que os lleven.

Hay palabras que, dichas en según qué frase, en según qué circunstancias, marcan la diferencia entre el día y la noche, entre la sonrisa y la lágrima, entre hundirse y salir a flote.

Hay palabras capaces de aliviar nuestra sensación de impotencia cuando un ser querido está atravesando momentos difíciles sin que podamos ayudarle, sea por falta de conocimientos, de habilidades, de dinero, por la distancia que nos separa...

Y hay palabras torpes cuyo propósito se pierde aplastado por la incompetencia de quien las escoge, las ordena y las emite.

Hay palabras que en sí mismas son consuelo, solidaridad, empatía.

Y hay palabras de las que cuelgan como telarañas la hostilidad, el rechazo, la amargura.

(Donde he dicho palabras debería añadir ausencia de palabras. El silencio también tiene a veces ese poder.)

La diferencia de resultados la marcan a medias quien las dice y quien las escucha, quien las escribe y quien las lee. Esto ya lo he comentado alguna vez: por mucho cuidado que pongamos en dar forma a nuestros pensamientos, esa forma nunca es inmutable y tras el proceso de desintegración que ha de llevarlos hasta su destino corren el peligro de que el receptor no tenga la capacidad de reintegrarlos.

Me ocurre una vez, y otra, y otra... Aun así, no dejaré de intentarlo.