miércoles, 15 de julio de 2015

La diferencia

Os confesaré que más de una vez me siento ante el teclado sin una idea clara de lo que quiero decir. Las palabras no son el problema, sino lo que quiero que os lleven.

Hay palabras que, dichas en según qué frase, en según qué circunstancias, marcan la diferencia entre el día y la noche, entre la sonrisa y la lágrima, entre hundirse y salir a flote.

Hay palabras capaces de aliviar nuestra sensación de impotencia cuando un ser querido está atravesando momentos difíciles sin que podamos ayudarle, sea por falta de conocimientos, de habilidades, de dinero, por la distancia que nos separa...

Y hay palabras torpes cuyo propósito se pierde aplastado por la incompetencia de quien las escoge, las ordena y las emite.

Hay palabras que en sí mismas son consuelo, solidaridad, empatía.

Y hay palabras de las que cuelgan como telarañas la hostilidad, el rechazo, la amargura.

(Donde he dicho palabras debería añadir ausencia de palabras. El silencio también tiene a veces ese poder.)

La diferencia de resultados la marcan a medias quien las dice y quien las escucha, quien las escribe y quien las lee. Esto ya lo he comentado alguna vez: por mucho cuidado que pongamos en dar forma a nuestros pensamientos, esa forma nunca es inmutable y tras el proceso de desintegración que ha de llevarlos hasta su destino corren el peligro de que el receptor no tenga la capacidad de reintegrarlos.

Me ocurre una vez, y otra, y otra... Aun así, no dejaré de intentarlo.

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