domingo, 2 de febrero de 2014

Ofensas

Leía ayer en Facebook un debate entre miembros de un grupo (del que no formo parte) a raíz de la expulsión de uno de ellos por insultar a otro. En la discusión unos defendían que el debate debe admitir cierto grado (bastante amplio, parecía) de agresividad verbal entre los participantes pues lo contrario sería descafeinarlo o incluso censurarlo. En aras de la libertad de expresión, consideraban un deber de los participantes soportar esa agresividad.

Los argumentos me sonaban: eran los mismos que he leído en otro foro en el que sí intervengo. Los partidarios de los intercambios sin reglas contra los que exigen unas mínimas normas de respeto y cortesía. Los primeros califican de mojigatos de piel demasiado fina a los segundos, quienes a su vez reniegan de la falta de educación de los primeros y de cómo vuelven innecesariamente hostil el ambiente en ese espacio común.

Los, llamémosles, "ofensivos" y los, digamos, "respetuosos" se han atribuido mutuamente la intención de descalificar los argumentos contrarios por las formas y no por el contenido. Unos y otros se han agrupado, hasta el punto de formar dos bandos con poca voluntad de conciliación, por lo que parece.

¿Quién puede decidir cuándo debe o no darse por ofendida una persona por lo que digamos? Esto me trae a la memoria varios debates. Uno: el de los términos con que calificar a determinados grupos de personas. Yo viví, en concreto, las primeras reclamaciones de discapacitados que exigían ser llamados "personas con capacidades diferentes", una aspiración que a otros resultaba ridícula. Dos: el del uso del masculino para englobar a los dos géneros o, más concretamente, a los dos sexos (no he oído a nadie quejarse ante frases como "los postres y las bebidas están excluidos del precio del menú").

Y llego al motivo de esta entrada: ¿hay palabras objetivamente ofensivas o la ofensa depende de cuestiones subjetivas como la intención de quien habla y la percepción de quien escucha? Probablemente las dos cosas.

Me niego a decir "¿estamos todos y todas?" por el hecho de que a una mujer del grupo le parezca excluyente y discriminatorio el "todos". Me niego a decir que una compañera de trabajo sorda tiene "capacidades distintas". Pero me niego también a que algún prepotente atribuya mi exigencia de respeto formal a ñoñería o a incapacidad de aceptar las críticas. Demasiado matón, fanfarrón y tirano ha tenido una que soportar como para admitirlos también en la vida privada.

Quizá mi educación me ha hecho despreciar a los que tienen facilidad para insultar, a los que aúnan el ingenio necesario para soltar pullas con la insensibilidad y la falta de empatía. Quizá mi profesión me ha hecho sobrevalorar la amabilidad y el respeto en las relaciones humanas. Quizá simplemente me da pereza responder a los que manejan un vocabulario con más palabras ofensivas que elogiosas.

Pero, claro, una nunca sabe qué amarguras, qué vacíos vitales esconden en el fondo quienes prefieren ser conocidos por su lengua venenosa.

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