Los periodistas sabemos, en general, para quién escribimos. Dependiendo de dónde publiquemos/emitamos sabemos si el nuestro es un público general, uno interesado en un determinado tema, uno especializado, otros periodistas, clientes de empresas... Adaptamos nuestra forma de contar las cosas, siempre (o así debería ser) manteniendo el rigor y la precisión pero adecuando el nivel de nuestro discurso a los conocimientos del destinatario. No siempre es fácil saber qué conocimientos son esos y a veces no nos ponemos de acuerdo en si tal frase es demasiado simple o si tal otra no se va a entender. Pero, al fin y al cabo, es el receptor quien elige el medio y tú puedes optar por definir el nivel para que sean ellos quienes decidan si se quedan.
Con otro tipo de información las cosas son más complicadas. Me refiero a la que es obligatorio hacer pública porque de su conocimiento depende, por ejemplo, el ejercicio de derechos. El BOE es ejemplo de información pública dirigida en la práctica a usuarios especializados. Vamos, que hay que ser abogado o incluso juez para comprender bien no ya la letra sino las implicaciones de una ley. (Me pregunto hasta qué punto es eso legítimo.)
Acabo de formar parte, por primera vez en mi vida, de una comisión que debía organizar y desarrollar un proceso electoral. Contábamos con un reglamento breve y lleno de lagunas como base, así como con los conocimientos legales de algunos miembros de la comisión. Hemos debatido en qué términos redactar, para no dejar lugar a dudas, los plazos y exigencias para las distintas reclamaciones, las instrucciones para el voto por correo, la fecha, lugares y normas para el voto presencial, los datos que debían incluirse en las actas de escrutinio...
Me costaba creer la cantidad de preguntas, errores e irregularidades que se iban produciendo; morderme la lengua para responder con educación y no llamar gilipollas a nadie; comprobar por enésima vez si cabía otra interpretación a lo escrito; asegurarme de que la información se había publicado, se había publicitado y había llegado a todos los lugares donde debía.
Y no he tenido más remedio que concluir que, hagamos lo que hagamos los seres humanos, nunca tenemos garantizada una vía de comunicación infalible con nuestros semejantes. Una parte de ellos optará por hacer caso omiso a los mensajes: no los leerá siquiera. Otra parte los leerá pero no procesará adecuadamente la información, quizá por no desplazar otra previa (errores, prejuicios, sesgos) que ya estaba en su cerebro. Otra parte decidirá que puede desentenderse de ella y actuar según su propio criterio, que puede ser sensato y lógico pero no es el legalmente aceptado. Y otra parte hará algo incorrecto por despiste, confusión o precipitación.
Personalmente ha sido una experiencia muy educativa. No digo que en adelante vaya a tratar como a tontos a un mayor número de personas, pero desconfiaré más de mi capacidad de comunicación y, sobre todo, rebajaré mentalmente ese nivel medio del público en general que daba por supuesto.
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