domingo, 15 de febrero de 2015

Créeme

Hay momentos en que una es más consciente de la enorme presión que recibimos para creer lo que nos dicen los demás. Tanta presión que debería alertarnos, o quizá es que yo me he ido volviendo incrédula a base de palos.

Estamos en pre-precampaña electoral. No ahora, siempre. Los partidos tienen en mente en todo momento un proceso electoral u otro. En su cortoplacismo, nos avasallan con afirmaciones dirigidas a ganarse nuestro voto. "Los datos están ahí", "eso es evidente", "no lo digo yo, lo dice la Unión Europea" (o el BCE o la OCDE o el FMI o...), "como todo el mundo sabe...", "créanme si les digo..." Y con promesas, la mayoría igual de poco creíbles que sus aseveraciones.

Cualquiera que se informe por más de un medio de comunicación sabe de sobra que la realidad es interpretable o, por usar la expresión clásica, que todo es según el color del cristal con que se mire. Los datos se pueden presentar desde una perspectiva u otra según lo que nos quieran mostrar, y las verdades a medias son mentiras. En cuanto a las estadísticas, dejando aparte que demasiada gente (periodistas incluidos) no sabe interpretarlas, hay una frase humorística que las define como "el arte de retorcer los números hasta que digan lo que uno quiere". Por no hablar de los gráficos manipulados para mostrar equivalencias, proporciones o diferencias absolutamente falsas. Y hay auténticos expertos en engañar sin pillarse los dedos, por ejemplo dando a entender cosas sin llegar a decirlas expresamente (a un periodista que conozco, ahora editor de un Telediario, le eché en cara una vez que daba paso a noticias grabadas como si fueran directos, y me respondió: si te fijas, nunca digo que sean directos).

Acabo de leer un libro interesantísimo en el que se repite hasta la saciedad que si una "medicina alternativa", una terapia o quien te la quiere vender parecen demasiado buenos, hay que desconfiar. Si algo es efectivo, pronto se sabe. En cambio, por muchas curas milagrosas que se publiciten prometiendo acabar con el cáncer u otras enfermedades, la gente se sigue muriendo de ellas. Pues nada, la clientela de los charlatanes no disminuye, lo cual demuestra que la credulidad de la gente es infinita y el número de desaprensivos casi también.

Pero si algo me ha indignado estos días es el cinismo de algunas personas que te cuentan mentiras descaradas aun sabiendo que sabes la verdad. Lo están haciendo directivos de mi empresa. Sus maniobras para tomar el control de lo que legalmente no tienen derecho a controlar están encontrando oposición entre los trabajadores afectados. Su táctica es justificarse con datos falsos pero, en el colmo de la indignidad, no se limitan a hacerlo de puertas para afuera sino que nos envían un correo interno a los empleados repitiendo las mismas falsedades (rematadas con una sutil amenaza).

Una ya ha leído y escuchado todas las mentiras clásicas: yo jamás he dicho eso, te juro que es verdad, me acuerdo perfectamente, lo he visto con mis propios ojos, mañana lo termino, ahora mismo iba a llamarte, confía en mí, nunca me lo perdonaría, eres la persona más importante de mi vida, no querría perderte por nada del mundo, esto lo hago por tu bien, no tenía otra opción, siempre puedes contar conmigo, nunca te he mentido, te conozco perfectamente...

¿Cuál me cabrea más? No sabría hacer un ranking. Quizá no dependa de la mentira en sí sino del grado de confianza que habías llegado a tener con quien te engaña. Y de las malditas palabras que usa para hacerlo.

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