sábado, 13 de junio de 2015

Incomprensión

Hay momentos en que lo incomprensible no son las palabras que se dicen sino las que se omiten. Lo que quiero contar ahora también está lleno de omisiones. En este caso solo es para dejar espacio a la imaginación.

El tiempo es continuo pero lo que se mueve sobre sus ruedas tiene principios y finales. A los humanos en general nos gusta saber dónde y cuándo empiezan las historias, si se han transformado en otras distintas, si murieron en algún momento. Sin embargo, cuesta definirlo.

Ciertas palabras se consideran de uso común para comenzar y terminar: los saludos, las presentaciones. Otras se hacen necesarias para continuar, para saber que el camino sigue estando ahí cuando nos hemos perdido y que alguien nos acompaña. Otras son imprescindibles para cambiar de rumbo. Y otras, para dar el viaje por terminado. Si habéis indicado a alguien un trayecto, le habéis explicado cómo hacer un trabajo o guiado por un razonamiento complejo, sabréis que cuando faltan las palabras clave no se llega a buen puerto.

No seamos rácanos. Digamos todo lo que haya que decir. Si no, tal vez nos encontremos al borde de un precipicio y no sepamos cómo tender un puente para seguir avanzando.

4 comentarios:

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  2. Por paradójico que pueda parecer, omitir palabras, incluso omitirse uno mismo, resulta ser, visto al cabo del tiempo, lo más generoso que ante ciertas circunstancias se puede hacer. No se aprecia hasta que pasa el tiempo. Mucho, mucho tiempo. El suficiente como para tener perspectiva al mirar las huellas que sus ruedas, las ruedas del tiempo, han dejado sobre el camino. Conozco una historia que lo demuestra. Ya se sabe que lo empírico tiene tanta relevancia como lo científico (a veces meras formulaciones, como la relatividad), para vencer el escepticismo.
    Aunque un viejo aforismo conocido por todos reza que cada uno es prisionero de sus palabras y dueño de sus silencios, callar es, como exiliarse, un sacrificio que nadie, excepto quien calla o marcha, comprende. Desde el otro lado no es difícil que en vez de renuncia y dolor, se aprecie egoísmo o cobardía. Todo es según el color del cristal con que se mira.
    Los convencionalismos sociales no sirven cuando de sentimientos se trata. Si se admira una presencia más que un físico, una inteligencia más que una apariencia, un silencio cómplice más que cualquier adulación, huelgan las palabras. Y si quien así admiras, además, te ayuda, te enseña, te comprende, te defiende, te entrega…, entonces no puedes fallar, no puedes permitir ser la causa de sus sufrimientos, penalidades, carencias, soledades o tristezas. No es justo. Entonces, solo entonces, es mucho mejor callar que crear expectativas que, por muy deseadas, no están cerca de tu alcance. La consabida dicotomía entre corazón y cerebro. Y yo, que siempre fui (y soy), más vehemente que juicioso, más apasionado que racional, más soñador que pragmático, a pesar de todo eso lo hice.
    Culpable, sí, pero véanse atenuantes. Por una vez en mi vida, tomé una decisión correcta, no arrastrar a mis desastres -que fueron, son y siguen siendo-, a quien menos lo merecía. Una de esas cosas que aunque cuesten se hacen sin ruido.

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  3. Gracias por comentar.

    Como justificación parece buena. Si puedo opinar, diría que se echa en falta una mínima preocupación por la otra parte, esa que nunca supo lo que habías decidido, por qué lo hacías o que era por su bien; que probablemente se moriría de angustia, de preocupación, porque no imaginó que nadie la informaría de una decisión tan trascendente.

    En cualquier caso, todo eso ya importa poco, supongo.

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