domingo, 18 de enero de 2015

Libertad de expresión

Estas últimas dos semanas no hemos dejado de hablar de libertad de expresión: de su ejercicio, de su necesidad, de sus límites. He leído opiniones, consideraciones, argumentos de todo tipo, he visto a algunos pontificar y a muchos recurrir al exabrupto...

Y ¿sabéis qué? Toda esa gente se ha expresado libremente por todos los medios a su alcance: las redes sociales, los blogs, los medios de comunicación, las conversaciones formales y las charlas de café. Incluso quienes han dicho que los caricaturistas de Charlie Hebdo se lo habían buscado, que merecían morir, han podido expresar esa opinión sin más consecuencias negativas que el desprecio o el insulto. Deberían reflexionar sobre eso; plantearse si aceptarían que se les enmudeciera porque alguien se sintiera ofendido por sus palabras, si admitirían para sí mismos lo que pretenden para otros.
Creo que nadie duda de que nuestro pensamiento no puede estar sujeto a normas. Aunque las religiones y ciertos regímenes políticos lo pretendan, es imposible. Sin embargo, cuando se trata de hacerlos públicos, muchos se plantean hasta qué punto la libertad de expresión es igual de absoluta e irrenunciable que la de pensamiento.
Mi profesión se asienta sobre la libertad de expresión. Quizá por eso me importa mucho más referirme a la expresión pública que a la privada. En el ámbito privado se pueden consensuar los límites, decidir si en aras de la convivencia o en consideración a una o varias personas se suaviza el tono o se evitan ciertos temas; no porque no se pueda expresar uno con plena libertad sino porque elige no hacerlo, lo elige, no se lo imponen.
En el ámbito público no se puede tener esa consideración. Prácticamente todo es susceptible de generar incomodidad, ofensas, enfado, indignación... Si la condición fuera no molestar, no habría comunicación pública. (Ojo, hablo de ofensas, no de delitos. Arengar a una multitud para que actúe con violencia, incitar a un grupo a que ataque a otro, acusar falsamente de un crimen... son actos delictivos de consecuencias mucho más graves que herir los sentimientos de alguien.)

La tolerancia respecto a las ideas políticas ha avanzado mucho más que en las religiosas. Fanáticos hay en abundancia tanto de las primeras como de las segundas, pero los políticos demócratas se oponen públicamente a censurar las ideologías (insinuar lo contrario les granjea el calificativo de antidemocráticos). En cambio las religiones, al menos las monoteístas, son intrínsecamente intolerantes. Y lo son porque se establecen sobre dogmas. No razonan sus fundamentos, no los someten a crítica ni a refutación, no admiten la posibilidad de error. Eso queda claro viendo su uso de palabras como "único", "supremo" "absoluto" y "verdad".
Se ha dicho incontables veces que los derechos los tienen las personas, no las ideas. Da igual: hay que repetirlo. Una idea se puede cuestionar, debatir, despreciar... Habitualmente se entiende que si dos personas discuten y una reacciona con violencia es porque se ha quedado sin argumentos. La violencia de justificación religiosa no tiene argumentos. Históricamente se ha impuesto la religión inculcándola desde el nacimiento, reprobando socialmente la discrepancia o impidiéndola con la amenaza o por la fuerza.
Somos millones, miles de millones quienes no aceptamos ya ninguna imposición de ese tipo. Optamos por potenciar nuestra racionalidad y contener nuestra visceralidad. Toleramos las creencias irracionales siempre que se releguen al ámbito privado. Y confiamos en que, con tiempo y educación, esas creencias terminen olvidadas.
 

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