Y ¿sabéis qué? Toda esa gente se ha expresado libremente por
todos los medios a su alcance: las redes sociales, los blogs, los medios de
comunicación, las conversaciones formales y las charlas de café. Incluso
quienes han dicho que los caricaturistas de Charlie Hebdo se lo habían buscado,
que merecían morir, han podido expresar esa opinión sin más
consecuencias negativas que el desprecio o el insulto. Deberían reflexionar sobre eso; plantearse si aceptarían que se les enmudeciera porque alguien se sintiera ofendido por sus palabras, si admitirían para sí mismos lo que pretenden para otros.
Creo que nadie duda de que nuestro pensamiento no puede estar sujeto a normas. Aunque las religiones y ciertos regímenes políticos lo pretendan, es imposible. Sin embargo, cuando se trata de hacerlos públicos, muchos se plantean hasta qué punto la libertad de expresión es igual de absoluta e irrenunciable que la de pensamiento.
Mi profesión se asienta sobre la libertad de expresión. Quizá por eso me importa mucho más referirme a la expresión pública que a la privada. En el ámbito privado se pueden consensuar los límites, decidir si en aras de la convivencia o en consideración a una o varias personas se suaviza el tono o se evitan ciertos temas; no porque no se pueda expresar uno con plena libertad sino porque elige no hacerlo, lo elige, no se lo imponen.
En el ámbito público no se puede tener esa consideración. Prácticamente todo es susceptible de generar incomodidad, ofensas, enfado, indignación... Si la condición fuera no molestar, no habría comunicación pública. (Ojo, hablo de ofensas, no de delitos. Arengar a una multitud para que actúe con violencia, incitar a un grupo a que ataque a otro, acusar falsamente de un crimen... son actos delictivos de consecuencias mucho más graves que herir los sentimientos de alguien.)
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