Ayer una mujer se subió al autobús donde iba yo. Venía hablando por el móvil y no dejó de hacerlo en diez minutos de trayecto. Repito: no dejó de hacerlo. No sé con quién iría hablando pero en ese tiempo la única que dijo algo fue ella, salvo mínimas pausas en las que su interlocutor, imagino, asentiría. No fue un diálogo sino un monólogo.
Conozco gente así, capaz de alargar el hilo de su conversación sin dejar resquicio para interrupciones, reflexiones o comentarios ajenos. Alguna vez he sido yo la verborreica insensible; y muchas más, la oyente enmudecida. También he sido, soy, la interlocutora despreciada, aquella con quien alguien decidió que no merece la pena hablar. Y la que abandonó, cansada, las conversaciones no recíprocas.
Cuando no hablas con alguien es que ya lo has olvidado. Y, a la vez, cuando alguien no te habla, termina siendo como si no existiera para ti. Hablarse es la forma de reconocerse y valorarse. Y la manera de vivir un poco en el otro. Hay personas que me han dejado morir, otras a las que dejé yo.
Estoy reflexionando mucho estos días sobre las circunstancias que me llevaron a perder el contacto verbal o escrito con personas que alguna vez significaron algo para mí. Planteándome por qué me quedé callada, unas veces repentina y otras paulatinamente. Preguntándome por qué el otro decidió volverse mudo para mí.
Porque si importa qué se dice, cómo y cuándo, importa más aún el hecho de decirlo.
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