domingo, 22 de febrero de 2015

Niveles

Los periodistas sabemos, en general, para quién escribimos. Dependiendo de dónde publiquemos/emitamos sabemos si el nuestro es un público general, uno interesado en un determinado tema, uno especializado, otros periodistas, clientes de empresas... Adaptamos nuestra forma de contar las cosas, siempre (o así debería ser) manteniendo el rigor y la precisión pero adecuando el nivel de nuestro discurso a los conocimientos del destinatario. No siempre es fácil saber qué conocimientos son esos y a veces no nos ponemos de acuerdo en si tal frase es demasiado simple o si tal otra no se va a entender. Pero, al fin y al cabo, es el receptor quien elige el medio y tú puedes optar por definir el nivel para que sean ellos quienes decidan si se quedan.

Con otro tipo de información las cosas son más complicadas. Me refiero a la que es obligatorio hacer pública porque de su conocimiento depende, por ejemplo, el ejercicio de derechos. El BOE es ejemplo de información pública dirigida en la práctica a usuarios especializados. Vamos, que hay que ser abogado o incluso juez para comprender bien no ya la letra sino las implicaciones de una ley. (Me pregunto hasta qué punto es eso legítimo.)

Acabo de formar parte, por primera vez en mi vida, de una comisión que debía organizar y desarrollar un proceso electoral. Contábamos con un reglamento breve y lleno de lagunas como base, así como con los conocimientos legales de algunos miembros de la comisión. Hemos debatido en qué términos redactar, para no dejar lugar a dudas, los plazos y exigencias para las distintas reclamaciones, las instrucciones para el voto por correo, la fecha, lugares y normas para el voto presencial, los datos que debían incluirse en las actas de escrutinio...

Me costaba creer la cantidad de preguntas, errores e irregularidades que se iban produciendo; morderme la lengua para responder con educación y no llamar gilipollas a nadie; comprobar por enésima vez si cabía otra interpretación a lo escrito; asegurarme de que la información se había publicado, se había publicitado y había llegado a todos los lugares donde debía.

Y no he tenido más remedio que concluir que, hagamos lo que hagamos los seres humanos, nunca tenemos garantizada una vía de comunicación infalible con nuestros semejantes. Una parte de ellos optará por hacer caso omiso a los mensajes: no los leerá siquiera. Otra parte los leerá pero no procesará adecuadamente la información, quizá por no desplazar otra previa (errores, prejuicios, sesgos) que ya estaba en su cerebro. Otra parte decidirá que puede desentenderse de ella y actuar según su propio criterio, que puede ser sensato y lógico pero no es el legalmente aceptado. Y otra parte hará algo incorrecto por despiste, confusión o precipitación.

Personalmente ha sido una experiencia muy educativa. No digo que en adelante vaya a tratar como a tontos a un mayor número de personas, pero desconfiaré más de mi capacidad de comunicación y, sobre todo, rebajaré mentalmente ese nivel medio del público en general que daba por supuesto.

domingo, 15 de febrero de 2015

Créeme

Hay momentos en que una es más consciente de la enorme presión que recibimos para creer lo que nos dicen los demás. Tanta presión que debería alertarnos, o quizá es que yo me he ido volviendo incrédula a base de palos.

Estamos en pre-precampaña electoral. No ahora, siempre. Los partidos tienen en mente en todo momento un proceso electoral u otro. En su cortoplacismo, nos avasallan con afirmaciones dirigidas a ganarse nuestro voto. "Los datos están ahí", "eso es evidente", "no lo digo yo, lo dice la Unión Europea" (o el BCE o la OCDE o el FMI o...), "como todo el mundo sabe...", "créanme si les digo..." Y con promesas, la mayoría igual de poco creíbles que sus aseveraciones.

Cualquiera que se informe por más de un medio de comunicación sabe de sobra que la realidad es interpretable o, por usar la expresión clásica, que todo es según el color del cristal con que se mire. Los datos se pueden presentar desde una perspectiva u otra según lo que nos quieran mostrar, y las verdades a medias son mentiras. En cuanto a las estadísticas, dejando aparte que demasiada gente (periodistas incluidos) no sabe interpretarlas, hay una frase humorística que las define como "el arte de retorcer los números hasta que digan lo que uno quiere". Por no hablar de los gráficos manipulados para mostrar equivalencias, proporciones o diferencias absolutamente falsas. Y hay auténticos expertos en engañar sin pillarse los dedos, por ejemplo dando a entender cosas sin llegar a decirlas expresamente (a un periodista que conozco, ahora editor de un Telediario, le eché en cara una vez que daba paso a noticias grabadas como si fueran directos, y me respondió: si te fijas, nunca digo que sean directos).

Acabo de leer un libro interesantísimo en el que se repite hasta la saciedad que si una "medicina alternativa", una terapia o quien te la quiere vender parecen demasiado buenos, hay que desconfiar. Si algo es efectivo, pronto se sabe. En cambio, por muchas curas milagrosas que se publiciten prometiendo acabar con el cáncer u otras enfermedades, la gente se sigue muriendo de ellas. Pues nada, la clientela de los charlatanes no disminuye, lo cual demuestra que la credulidad de la gente es infinita y el número de desaprensivos casi también.

Pero si algo me ha indignado estos días es el cinismo de algunas personas que te cuentan mentiras descaradas aun sabiendo que sabes la verdad. Lo están haciendo directivos de mi empresa. Sus maniobras para tomar el control de lo que legalmente no tienen derecho a controlar están encontrando oposición entre los trabajadores afectados. Su táctica es justificarse con datos falsos pero, en el colmo de la indignidad, no se limitan a hacerlo de puertas para afuera sino que nos envían un correo interno a los empleados repitiendo las mismas falsedades (rematadas con una sutil amenaza).

Una ya ha leído y escuchado todas las mentiras clásicas: yo jamás he dicho eso, te juro que es verdad, me acuerdo perfectamente, lo he visto con mis propios ojos, mañana lo termino, ahora mismo iba a llamarte, confía en mí, nunca me lo perdonaría, eres la persona más importante de mi vida, no querría perderte por nada del mundo, esto lo hago por tu bien, no tenía otra opción, siempre puedes contar conmigo, nunca te he mentido, te conozco perfectamente...

¿Cuál me cabrea más? No sabría hacer un ranking. Quizá no dependa de la mentira en sí sino del grado de confianza que habías llegado a tener con quien te engaña. Y de las malditas palabras que usa para hacerlo.

domingo, 1 de febrero de 2015

Pertenencia

Hace unos años una compañera de trabajo me criticaba por no compartir su militancia feminista. No por no compartir muchas de sus ideas, sino por no dedicar mi tiempo y esfuerzo a defenderlas. "Cada una tiene sus batallas", le repliqué, "y las mías son otras que quizá a ti te parezcan menos importantes, pero alguien tiene que librarlas".

Mis causas tienen menos fama, sin duda menos apoyos, pero son aquellas en las que creo. Y no me refiero a fe ciega sino a un convencimiento personal fruto de la reflexión y la experiencia. Muchas no he empezado a defenderlas hasta hace relativamente poco tiempo. Para pelear por algo más vale estar informado y sentirse seguro, porque toda causa tiene sus oponentes y a veces poseen más fuerza o más obstinación que tú, aunque -según tu punto de vista- no más razón.

Una de mis batallas, como sabéis si seguís este blog, es el conocimiento y la valoración del lenguaje. Las fuerzas en este campo son tan desiguales que si esperara resultados ya habría desistido. No, no los espero. En realidad, y de eso me he dado cuenta con el tiempo, mi única pretensión ya es hallar personas que compartan mi inquietud y mi preocupación. Cada vez que encuentro a una me siento un poco menos sola.

Pero tengo otras peleas. Profesionales, sociales, ideológicas... A unas les dedico más esfuerzo que a otras. Todas valen la pena. Todas merecerían un ejército de defensores. La mayoría no lo tienen.

Afortunadamente, por muy sola que se sienta una cuando decide comprometerse con una causa, con el tiempo va entrando en contacto con gente igual de comprometida o más. Cada uno opta por un grado de compromiso, en algunos casos mínimo, en otros hasta heroico; y cada uno logra sus resultados. En general basta con un cierto apoyo y algo de satisfacción personal para seguir adelante.

Y en esto el lenguaje es importante. Compartir vocabulario, jerga si queréis, da sensación de pertenencia. Utilizar las mismas palabras revela una visión semejante, unas ideas parecidas, un objetivo común.

Estuve hace dos días con un grupo de amigos con los que comparto una de esas luchas. La conversación era una reafirmación constante, nos realimentábamos unos a otros y, si hubiéramos sido menos sensatos, menos realistas, podríamos haber creído que nuestras ideas eran mayoritarias en el mundo.

Pero no. Porque durante la mayor parte del tiempo vivimos con personas de las cuales nos separan abismos mentales. Por eso valoramos más nuestra mutua compañía. Porque sabemos que lo que escuchemos y digamos estará en el mismo tono. Y nos sonará a música.