jueves, 26 de diciembre de 2013

Nos da igual

El lenguaje, ante todo, tiene que ser útil como medio de comunicación; sin duda, también como armazón del pensamiento y expresión de lo que somos, pero su uso más frecuente es como vehículo de transmisión de información.

Sólo los más puntillosos pretendemos la perfección en el empleo cotidiano de nuestro idioma. Yo busco la corrección sintáctica y semántica hasta en las conversaciones de ascensor y los whatsapps para quedar a tomar café. Y me consta que no soy la única, pues los apasionados de la lengua nos reconocemos (y apreciamos) mutuamente en cuestión de segundos.

Como siempre, el hecho de tener el periodismo como profesión no atenúa sino que incrementa esta pequeña obsesión mía. En los textos que debo corregir detecto -aparte, por supuesto, de cualquier posible falta de ortografía y puntuación- incoherencias sintácticas, ambigüedades, expresiones poco naturales, connotaciones no intencionadas...

Las correcciones están precisamente para advertir todo eso. Cuando uno escribe, se sumerge en su texto y es imprescindible pasarlo luego por el filtro de otros ojos. Lamentablemente a menudo se publican o salen en antena textos no revisados o leídos deprisa y corriendo por alguien demasiado ocupado (o demasiado incapaz, pero ese es un tema que dejaré para otra ocasión).

Un ejemplo: un titular de La Vanguardia de hace dos semanas decía "Continúan los incesantes rumores...". Al primer vistazo se le ocurre a cualquiera que si son incesantes, evidentemente son continuos. Sobra una palabra o la otra. Y, en cualquier caso, ¿es noticia que un rumor incesante no cese? Otro titular, hoy en El Mundo: "Una edil de Alcorcón triplica la tasa de alcohol tras arrollar a una mujer". Ya sé que hay que resumir, pero caray, sin decir tonterías. La edil tenía en sangre una tasa de alcoholemia que es el triple de la máxima permitida y en esas condiciones ha atropellado a alguien. Pero ni ella ha triplicado nada ni mucho menos lo ha hecho después del atropello. 

En este artículo del Defensor del Lector de El País del domingo pasado tenéis varias muestras de errores relativamente frecuentes. Lo raro, bueno, lo que antes era raro es que quien los corrija sea un lector y no un jefe de área.

¿Por qué llegan nuestros errores al lector, oyente o espectador? No deberíamos obligarlos a adivinar lo que queríamos decir, deberíamos decirlo claramente y sin lugar a dudas. Tampoco tendríamos que distraerlos con nuestras incorrecciones. "La gente no se da cuenta de eso", me han dicho alguna vez. Esa frase me repatea tanto como la de "eso la gente no lo entiende". Considerar el nivel intelectual del destinatario de nuestro trabajo inferior al nuestro propio es concedernos permiso para hacerlo mal. Una excusa barata.

No hay comentarios:

Publicar un comentario