La Fundéu acaba de elegir la palabra del año de entre las muchas sobre las cuales ha recibido consultas. Es "escrache", una palabra importada que los medios de comunicación y las redes sociales utilizaron masivamente con el entusiasmo de quien descubre, con el vocablo, una realidad nueva. Otros términos que la Fundéu ha considerado antes de dar éste como ganador han sido "austericidio", "wasapear" y "autofoto".
No sé hasta qué punto "escrache" es necesaria. Denuncia y acoso parecen encajar en el uso que damos a esta advenediza (uso "advenediza" en la primera acepción del DRAE, eh).
"Austericidio" no me gusta. Sí, es muy contundente y sin duda necesitamos una palabra para definir lo que el poder político y el económico están perpetrando contra la ciudadanía. Pero está mal construida. Basta ver otras con el mismo sufijo: homicidio, parricidio, suicidio... Un austericidio sería un crimen cometido contra la austeridad, no usando ésta como arma. Busquemos otra.
"Wasapear" me encanta y me parece tan útil que ha entrado en mi vocabulario cotidiano. No hay alternativa en este caso. Mensajear es otra cosa, chatear es otra cosa. Y "mandar un wasap" es demasiado largo, lo siento.
"Autofoto"... no sé. Ya teníamos "autorretrato" para eso. Lo que pasa es que nos resulta antigua. Los angloparlantes tenían "self-portrait" y de ahí, con su facilidad para abreviar, han pasado a "selfie". Nosotros no podemos hacer un diminutivo con "auto" que no suene ridículo. Ya veremos por dónde sale esto.
¿Qué palabras usáis ahora que no os sonaran hace un año? Las selecciones como la de Fundéu nos sirven, entre otras cosas, para reflexionar sobre la enorme vitalidad del lenguaje. Y a mí me ha hecho reflexionar también sobre cuál es mi grado de apertura a vocablos nuevos y de qué depende. Pero de eso hablaré otro día.
lunes, 30 de diciembre de 2013
domingo, 29 de diciembre de 2013
Propósitos
Esto de proponerse cambios a partir de una fecha en que externamente ya se nos marca uno debe de ser una tendencia psicológica generalizada. Cambiar costumbres arraigadas no es fácil, y menos si nos hemos llegado a sentir cómodos en ellas. Por eso muchos aprovechan la circunstancia a modo de impulso gravitatorio para llegar más lejos con menos esfuerzo.
Voy a contaros unos pocos propósitos que me he planteado, por si alguno os resulta atractivo y queréis aplicároslo.
Primero: poner tildes en mis whatsapps. Tengo un teléfono Samsung cuyo teclado no tiene tilde. Para ponerla se debe apretar un rato la vocal en cuestión y esperar a que se abra una ventanita con diversas opciones. Por ejemplo, en la de la "a" están: A, á, à, ä, â y algunas otras que corresponden, supongo, a idiomas del norte de Europa. Debo aclarar que soy una neurótica de las tildes, no soporto que falte ni una. Pero este teclado me ha hecho descubrir que mi impaciencia gana de calle a mi neurosis, pues un mensaje con treinta palabras puede tener fácilmente diez tildes y eso es añadir no menos de veinte segundos a su redacción. ¿Por qué no utilizo el teclado predictivo?, me preguntaréis. Pues porque es más lento aún. En serio. No sabéis a qué velocidad escribo yo.
Segundo: no corregir a los amigos. Una cosa es corregir textos periodísticos como parte de mi responsabilidad laboral y otra, mucho más fea, hacerle notar a un amigo que, por ejemplo, la frase fetén es "hacer un brindis al sol" y no "un canto al sol". A partir de ahora, cada vez que sienta el impulso de explicarle a alguien que, en mi opinión, ha usado mal una palabra, me imaginaré a mí misma como al insufrible C3PO fardando de su conocimiento de tres millones de formas de comunicación.
Tercero: usar más el lenguaje oral. Este ha sido un año de muchas palabras escritas y pocas habladas. Escribir me encanta, es un vicio, pero la voz es insustituible en las relaciones humanas. Me he arrepentido de muchas cosas que escribí y de muy pocas que dije. Y lamento con todo mi corazón que algunas de las que me expresaron por escrito no me las hayan querido pronunciar. Las palabras que no tienen sonido en que apoyarse podrían ser de cualquiera.
Cuarto: leer más libros. Internet te pone tantas lecturas al alcance de los ojos... ¿cómo no sucumbir? Artículos de prensa, entradas de blogs, comentarios en Twitter y Facebook... Temo coger la costumbre de dedicar ratos cortos a lecturas breves y perder la de sumergirme en historias completas, elaboradas y que requieran más de quince minutos de concentración. Seguro que ya hay descrito algún "síndrome de las mil palabras" o algo así para los que no pueden mantener la atención si el texto es largo.
Y, por supuesto, agradezco cualquier otro propósito que queráis sugerirme.
Nos seguiremos viendo por aquí.
Voy a contaros unos pocos propósitos que me he planteado, por si alguno os resulta atractivo y queréis aplicároslo.
Primero: poner tildes en mis whatsapps. Tengo un teléfono Samsung cuyo teclado no tiene tilde. Para ponerla se debe apretar un rato la vocal en cuestión y esperar a que se abra una ventanita con diversas opciones. Por ejemplo, en la de la "a" están: A, á, à, ä, â y algunas otras que corresponden, supongo, a idiomas del norte de Europa. Debo aclarar que soy una neurótica de las tildes, no soporto que falte ni una. Pero este teclado me ha hecho descubrir que mi impaciencia gana de calle a mi neurosis, pues un mensaje con treinta palabras puede tener fácilmente diez tildes y eso es añadir no menos de veinte segundos a su redacción. ¿Por qué no utilizo el teclado predictivo?, me preguntaréis. Pues porque es más lento aún. En serio. No sabéis a qué velocidad escribo yo.
Segundo: no corregir a los amigos. Una cosa es corregir textos periodísticos como parte de mi responsabilidad laboral y otra, mucho más fea, hacerle notar a un amigo que, por ejemplo, la frase fetén es "hacer un brindis al sol" y no "un canto al sol". A partir de ahora, cada vez que sienta el impulso de explicarle a alguien que, en mi opinión, ha usado mal una palabra, me imaginaré a mí misma como al insufrible C3PO fardando de su conocimiento de tres millones de formas de comunicación.
Tercero: usar más el lenguaje oral. Este ha sido un año de muchas palabras escritas y pocas habladas. Escribir me encanta, es un vicio, pero la voz es insustituible en las relaciones humanas. Me he arrepentido de muchas cosas que escribí y de muy pocas que dije. Y lamento con todo mi corazón que algunas de las que me expresaron por escrito no me las hayan querido pronunciar. Las palabras que no tienen sonido en que apoyarse podrían ser de cualquiera.
Cuarto: leer más libros. Internet te pone tantas lecturas al alcance de los ojos... ¿cómo no sucumbir? Artículos de prensa, entradas de blogs, comentarios en Twitter y Facebook... Temo coger la costumbre de dedicar ratos cortos a lecturas breves y perder la de sumergirme en historias completas, elaboradas y que requieran más de quince minutos de concentración. Seguro que ya hay descrito algún "síndrome de las mil palabras" o algo así para los que no pueden mantener la atención si el texto es largo.
Y, por supuesto, agradezco cualquier otro propósito que queráis sugerirme.
Nos seguiremos viendo por aquí.
jueves, 26 de diciembre de 2013
Nos da igual
El lenguaje, ante todo, tiene que ser útil como medio de comunicación; sin duda, también como armazón del pensamiento y expresión de lo que somos, pero su uso más frecuente es como vehículo de transmisión de información.
Sólo los más puntillosos pretendemos la perfección en el empleo cotidiano de nuestro idioma. Yo busco la corrección sintáctica y semántica hasta en las conversaciones de ascensor y los whatsapps para quedar a tomar café. Y me consta que no soy la única, pues los apasionados de la lengua nos reconocemos (y apreciamos) mutuamente en cuestión de segundos.
Como siempre, el hecho de tener el periodismo como profesión no atenúa sino que incrementa esta pequeña obsesión mía. En los textos que debo corregir detecto -aparte, por supuesto, de cualquier posible falta de ortografía y puntuación- incoherencias sintácticas, ambigüedades, expresiones poco naturales, connotaciones no intencionadas...
Las correcciones están precisamente para advertir todo eso. Cuando uno escribe, se sumerge en su texto y es imprescindible pasarlo luego por el filtro de otros ojos. Lamentablemente a menudo se publican o salen en antena textos no revisados o leídos deprisa y corriendo por alguien demasiado ocupado (o demasiado incapaz, pero ese es un tema que dejaré para otra ocasión).
Un ejemplo: un titular de La Vanguardia de hace dos semanas decía "Continúan los incesantes rumores...". Al primer vistazo se le ocurre a cualquiera que si son incesantes, evidentemente son continuos. Sobra una palabra o la otra. Y, en cualquier caso, ¿es noticia que un rumor incesante no cese? Otro titular, hoy en El Mundo: "Una edil de Alcorcón triplica la tasa de alcohol tras arrollar a una mujer". Ya sé que hay que resumir, pero caray, sin decir tonterías. La edil tenía en sangre una tasa de alcoholemia que es el triple de la máxima permitida y en esas condiciones ha atropellado a alguien. Pero ni ella ha triplicado nada ni mucho menos lo ha hecho después del atropello.
En este artículo del Defensor del Lector de El País del domingo pasado tenéis varias muestras de errores relativamente frecuentes. Lo raro, bueno, lo que antes era raro es que quien los corrija sea un lector y no un jefe de área.
¿Por qué llegan nuestros errores al lector, oyente o espectador? No deberíamos obligarlos a adivinar lo que queríamos decir, deberíamos decirlo claramente y sin lugar a dudas. Tampoco tendríamos que distraerlos con nuestras incorrecciones. "La gente no se da cuenta de eso", me han dicho alguna vez. Esa frase me repatea tanto como la de "eso la gente no lo entiende". Considerar el nivel intelectual del destinatario de nuestro trabajo inferior al nuestro propio es concedernos permiso para hacerlo mal. Una excusa barata.
Sólo los más puntillosos pretendemos la perfección en el empleo cotidiano de nuestro idioma. Yo busco la corrección sintáctica y semántica hasta en las conversaciones de ascensor y los whatsapps para quedar a tomar café. Y me consta que no soy la única, pues los apasionados de la lengua nos reconocemos (y apreciamos) mutuamente en cuestión de segundos.
Como siempre, el hecho de tener el periodismo como profesión no atenúa sino que incrementa esta pequeña obsesión mía. En los textos que debo corregir detecto -aparte, por supuesto, de cualquier posible falta de ortografía y puntuación- incoherencias sintácticas, ambigüedades, expresiones poco naturales, connotaciones no intencionadas...
Las correcciones están precisamente para advertir todo eso. Cuando uno escribe, se sumerge en su texto y es imprescindible pasarlo luego por el filtro de otros ojos. Lamentablemente a menudo se publican o salen en antena textos no revisados o leídos deprisa y corriendo por alguien demasiado ocupado (o demasiado incapaz, pero ese es un tema que dejaré para otra ocasión).
Un ejemplo: un titular de La Vanguardia de hace dos semanas decía "Continúan los incesantes rumores...". Al primer vistazo se le ocurre a cualquiera que si son incesantes, evidentemente son continuos. Sobra una palabra o la otra. Y, en cualquier caso, ¿es noticia que un rumor incesante no cese? Otro titular, hoy en El Mundo: "Una edil de Alcorcón triplica la tasa de alcohol tras arrollar a una mujer". Ya sé que hay que resumir, pero caray, sin decir tonterías. La edil tenía en sangre una tasa de alcoholemia que es el triple de la máxima permitida y en esas condiciones ha atropellado a alguien. Pero ni ella ha triplicado nada ni mucho menos lo ha hecho después del atropello.
En este artículo del Defensor del Lector de El País del domingo pasado tenéis varias muestras de errores relativamente frecuentes. Lo raro, bueno, lo que antes era raro es que quien los corrija sea un lector y no un jefe de área.
¿Por qué llegan nuestros errores al lector, oyente o espectador? No deberíamos obligarlos a adivinar lo que queríamos decir, deberíamos decirlo claramente y sin lugar a dudas. Tampoco tendríamos que distraerlos con nuestras incorrecciones. "La gente no se da cuenta de eso", me han dicho alguna vez. Esa frase me repatea tanto como la de "eso la gente no lo entiende". Considerar el nivel intelectual del destinatario de nuestro trabajo inferior al nuestro propio es concedernos permiso para hacerlo mal. Una excusa barata.
martes, 3 de diciembre de 2013
Infancia intelectual
Cuando la educación en nuestro país no era universal, obligatoria ni gratuita, no solo había una tasa elevada de analfabetismo sino que la proporción de analfabetos funcionales era también altísima.
Analfabetos funcionales, una buena expresión para definir una realidad lamentable: la de quienes oficialmente han aprendido a leer pero no tienen capacidad real de entender textos mínimamente complejos. Cuando se habla de que muchas personas mayores firmaron la contratación de preferentes de bancos sin saber lo que suponía, se refieren a eso. A personas que en su día pasaron por la escuela para aprender "a leer, escribir y las cuatro reglas" y poco más.
Leer es entender lo escrito y es la base de todo aprendizaje posterior. Recuerdo compañeros míos de colegio que no sacaban malas notas en Historia o Literatura pero se atascaban en Biología o en Física y Química o en Filosofía porque los conceptos les resultaban más difíciles de comprender. ¿Y dónde está la diferencia? No solo en los propios conceptos sino en que se explican de forma menos simple y con palabras de uso menos común.
Poner como excusa esa frase idiota de "soy de letras" indica, precisamente, que de letras, poco. Si no se consigue entender un enunciado, sea cual sea su contenido, falla la comprensión lectora. Habría que remontarse a la primera clase de esa asignatura "ininteligible" y ver qué concepto no se entendió, qué palabra no se asentó en el cerebro del alumno, ¿potencia?, ¿enlace?, ¿fotosíntesis?, ¿ética?
Las lecturas que acompañan al aprendizaje durante toda la vida también son determinantes. Leer únicamente novelas policiacas no supone la misma exigencia mental que leer además ensayos sobre política, artículos sobre medio ambiente o relatos de exploraciones espaciales. La realidad es de una complejidad creciente y la terminología es cada vez más amplia. No nos limitemos a lo que nos resulta fácil, a lo que nos resultó fácil de niños. Crecer mentalmente supone esfuerzo, sí, pero quedarse en esa cómoda infancia intelectual es desperdiciar la vida.
Analfabetos funcionales, una buena expresión para definir una realidad lamentable: la de quienes oficialmente han aprendido a leer pero no tienen capacidad real de entender textos mínimamente complejos. Cuando se habla de que muchas personas mayores firmaron la contratación de preferentes de bancos sin saber lo que suponía, se refieren a eso. A personas que en su día pasaron por la escuela para aprender "a leer, escribir y las cuatro reglas" y poco más.
Leer es entender lo escrito y es la base de todo aprendizaje posterior. Recuerdo compañeros míos de colegio que no sacaban malas notas en Historia o Literatura pero se atascaban en Biología o en Física y Química o en Filosofía porque los conceptos les resultaban más difíciles de comprender. ¿Y dónde está la diferencia? No solo en los propios conceptos sino en que se explican de forma menos simple y con palabras de uso menos común.
Poner como excusa esa frase idiota de "soy de letras" indica, precisamente, que de letras, poco. Si no se consigue entender un enunciado, sea cual sea su contenido, falla la comprensión lectora. Habría que remontarse a la primera clase de esa asignatura "ininteligible" y ver qué concepto no se entendió, qué palabra no se asentó en el cerebro del alumno, ¿potencia?, ¿enlace?, ¿fotosíntesis?, ¿ética?
Las lecturas que acompañan al aprendizaje durante toda la vida también son determinantes. Leer únicamente novelas policiacas no supone la misma exigencia mental que leer además ensayos sobre política, artículos sobre medio ambiente o relatos de exploraciones espaciales. La realidad es de una complejidad creciente y la terminología es cada vez más amplia. No nos limitemos a lo que nos resulta fácil, a lo que nos resultó fácil de niños. Crecer mentalmente supone esfuerzo, sí, pero quedarse en esa cómoda infancia intelectual es desperdiciar la vida.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)