Siempre me ha llamado la atención el valor simbólico de las despedidas. Constantemente
nos separamos de personas, de lugares, ponemos fin a situaciones. Pero la
despedida es algo solemne que reservamos para las separaciones importantes. No
me refiero al hasta mañana a los compañeros de trabajo o al hasta luego a la
familia. Hablo de algo que termina, sobre todo si termina para siempre. Los
adioses que son hasta nuncas, los deseos de suerte que no sabremos si se llegan
a cumplir.
Con todo, una despedida consciente es tranquilizadora: sabemos la
importancia de palabras y gestos y los cuidamos. Lo verdaderamente desgarrador
son las despedidas que se nos niegan, y que convierten en adiós miradas,
ademanes y frases triviales que jamás habríamos elegido para eso.
Muchas personas que pierden a un ser querido sienten remordimientos por no
haberle dicho nunca algo que ahora consideran esencial. De haber sabido que aquella
era la última ocasión de hacerlo, le habrían expresado eso de lo que jamás habían
considerado necesario hablar. Alguien desaparece y nos angustia preguntarnos si
sería consciente de nuestro aprecio, si se lo habríamos dejado lo bastante
claro. Recibimos la noticia de una muerte y nos asalta la terrible imagen de esa discusión o esa frialdad cuando estuvimos juntos por última vez. Y no hay consuelo.
Tengo la suerte de haber perdido a pocos seres queridos y la fortuna mayor aún
de no haber dejado por decirles nada importante. Pero no siempre será así. Y
como no quiero sufrir por las palabras guardadas, empezaré a entregárselas a
sus destinatarios sin esperar a esa mejor ocasión que nunca suele llegar.
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