He dado positivo en covid cuando la inmensa mayoría de las personas de mi entorno ya han pasado la enfermedad. No todas han tenido los mismos síntomas ni la misma gravedad. Desde luego, el estar vacunada hace que afronte estos días sin miedo a acabar intubada en una UCI, y eso ya es mucho.
Quienes me han precedido en el contagio han usado al contarme sus sensaciones palabras como dolor, tos, cansancio, fiebre, malestar... Así pues, sabía lo que me esperaba desde el momento en que el test dio positivo, ayer por la mañana. Luego ocurren cosas inesperadas.
Por ejemplo, esos ramalazos de dolor al mover el cuello con los ganglios inflamados desde detrás de las orejas hasta las clavículas. O, cuando me subió más la fiebre, la sensación de que me ardían los ojos y se me querían salir de las órbitas. O el escozor en las fosas nasales.
Y está el aspecto anímico, no tan fácil de describir con palabras. La enfermedad nos hace a todos sentirnos vulnerables y aislados. Lo que estás sufriendo, lo sufres tú solo, independientemente de la empatía de los demás y sus ofrecimientos de ayuda. La fiebre te envuelve el cerebro en una nube de irrealidad. Los pensamientos toman el cariz de las pesadillas y los sentidos transmiten percepciones extrañas. Te preguntas: ¿qué me está pasando exactamente?
Los médicos de atención primaria no te explican eso, no tienen tiempo y seguramente ni siquiera se plantean que necesites saber. Yo me sentiría mejor si alguien se sentara a mi lado y me fuera describiendo el mecanismo fisiológico de cada síntoma. Y, puestos a pedir, me encantaría filosofar con alguien sobre esta sensación de impotencia, este miedo repentino a la vejez y a la incapacidad.
Un abrazo a todos los enfermos del mundo, en especial a los que no tienen un horizonte cercano de mejora.