Cuando elegí el título de este blog quise destacar la importancia de las palabras que decimos o escribimos. No son todo lo que somos pero a menudo sí son todo lo que ven de nosotros quienes, sin conocernos personalmente, leen nuestras publicaciones en medios, en blogs, en redes sociales... y a través de ellas nos juzgan, nos valoran o creen comprendernos.
Hoy en día es habitual que alguien nos busque en las redes, vea de qué hablamos, por qué nos interesamos, cuáles son nuestras opiniones. Quizá, si es alguien que nos conoció en el pasado, para averiguar qué ha sido de nosotros y considerar si quiere recuperar el contacto. O si es alguien que solo tiene referencias nuestras por terceros, para decidir si le interesa establecer contacto virtual. O quizá solo por mera curiosidad. Internet facilita el observar discretamente, el ver sin ser visto, el obtener información sin darla.
Pero, ¿cuánto leen, hasta cuándo se remontan, adónde llega su curiosidad? No somos seres homogéneos ni lineales. En cierta época podemos hablar mucho de trabajo; en otras, de política, de relaciones personales, de proyectos... La felicidad puede hacernos más comunicativos por el deseo de compartirla o sumirnos en el silencio de quien se concentra en disfrutar. El dolor llevará a unos a desahogarse y a otros a hundirse y aislarse. Nuestras palabras de cada momento serían piezas del rompecabezas que todos somos. Quien mire unas pocas tal vez solo vea un cielo azul, o la sombra oscura de una montaña, el muro de una casa... nunca la imagen completa.
Nadie escribe un tuit, un comentario a una foto o una entrada en su blog pensando que deba definirle. La larga y compleja historia que compone a cada ser humano no puede entenderse leyendo solo la última frase. Es cierto que algún párrafo dicho en algún momento puede ser el mejor compendio, el retrato más fiel. Pero solo quien nos conozca bien sabrá elegirlo de forma certera.