Tengo la impresión de que quien escribe un diario, se sincera con un amigo íntimo o habla con un psicólogo sabe más de sí mismo que si no lo hiciera. Lo que somos necesita palabras para mostrarse con claridad. Palabras libres y descarnadas, capaces de describir incluso aquello que nos avergüenza de nosotros mismos.
Recuerdo una conversación a cara descubierta, a calzón quitado o como queráis llamarlo. Un amigo muy querido y yo estábamos una noche en una terraza a pie de playa y, mirándonos a los ojos, supimos transmitirnos uno a otro cómo pensábamos, cómo sentíamos, cómo veíamos el mundo. No pretendía ser una conversación filosófica; estábamos simplemente hablando de nuestras respectivas situaciones vitales. Y salieron palabras que nos definían, que ponían de manifiesto convicciones o criterios de los que quizá no nos sentíamos orgullosos, que tal vez contradecían nuestros principios. Ninguno despreció la visión que dibujaba el otro. Ninguno juzgó con severidad ese fondo oscuro que salió brevemente a relucir.
Así éramos. Más imperfectos de lo que nos gustaría, menos dispuestos a cambiar lo que racionalmente reconocíamos como no deseable pero humanamente aceptábamos como inevitable. No vimos motivo para disfrazar esa realidad. Fue como regalarnos nuestra propia imagen desnuda.
Cuando no sepáis explicaros a vosotros mismos lo que siempre os habéis ocultado, contádselo a quien no vaya a despreciaros por ello. Lo que permanece enterrado termina pudriéndose.