A menudo elegimos las palabras que usamos para que sirvan a un fin: para que transmitan con claridad nuestro pensamiento o nuestros sentimientos, para que despierten sensaciones, agiten conciencias, impelan a la acción, llamen a la calma...
Estaba leyendo este artículo de anoche en el cual se reflexiona sobre la intencionalidad política y social del lenguaje. Partidos, grupos, colectivos se adueñan de ciertas palabras intentando establecer como único el concepto que tienen de ellas, despreciando otras acepciones, borrando otras connotaciones. En este sentido el idioma es un campo de batalla. Lemas, eslóganes o argumentarios no son sino intentos de imponer y consolidar determinada visión de la realidad.
Como los políticos, como los publicistas, como los líderes religiosos, los periodistas sabemos que el lenguaje no es inocente. Algunos somos conscientes de nuestra responsabilidad como seleccionadores de palabras. Sin embargo, es más frecuente oírnos preguntar por un sinónimo que por un matiz. A muchos les preocupa más no repetir un término que no usar el término perfecto, es decir, les importa más la forma que el fondo.
A muchos otros, en cambio, nos ocurre todo lo contrario. Yo cuando estoy corrigiendo una noticia puedo demorarme un buen rato en la sensación que transmite una palabra, en lo que subyace. Si un dirigente "rechaza" o "no acepta" o "desestima" una propuesta. Si los protagonistas de una negociación "se enrocan" en sus posiciones, "las sostienen" o "las defienden". Si una manifestación es "masiva", "multitudinaria" o ha tenido un "amplio seguimiento".
En nuestra vida privada no solemos tener tanto cuidado. Pero deberíamos. Usamos con demasiada ligereza, por ejemplo, el "siempre" y el "nunca". Demasiada ligereza, sí, para seres de memoria tan frágil y de sentimientos tan volubles.